Pepe Gutiérrez-Álvarez
Martes 3 de junio de 2014
Algo gordo ha tenido que pasar para que su Majestad haya tenido que
dimitir. Mucho habrán tenido que insistir sus reales consejeros, y muy mal le
han tenido que ponerle las cosas para que ese señor cuyo único mérito conocido
es llamarse Borbón, haya optado por abdicación.
Se le acusa de haber sido puesto por Franco,
también se le podría acusar de haberse asentado en el trono gracias al ejército
de Franco, aquel que ocupó su país a sangre y fuego y que pasó la Transición a
cambio de dos condiciones sobre la cual no hubo discusión, ni tan siquiera de
aquellas con cinco tenedores.
La primera fue la unidad forzada de España, la
segunda fue que era el continuador de Franco el jefe supremo de las fuerzas
armadas, en esto, la Cortes no tenían nada que decir. Se reconocía la “soberanía
popular” con la condición de que estuviese por debajo del rey y, por lo mismo,
del ejército. Una ejército que, a su vez, tenía la impunidad garantizada, como
la tenían el resto de los aparatos represivos de una dictadura abyecta.
Esto lo expresó muy bien el que en otro tiempo
había sido Octavio Paz cuando dijo aquello de: Al final, la guerra civil la ha
ganado la monarquía. Esto hay que entenderlo en los términos expresados por uno
de los arquitectos de la Transición, Torcuato Fernández Miranda y que se puede
interpretar de la siguiente manera, no podían evitar las conquistas democráticas
ganadas tan duramente desde abajo, pero a lo que no podían renunciar era a la
Victoria, militar, por supuesto.
De esta manera, los franquistas de ayer supieron
darle la vuelta a su derrota. Entraban con la nuestra –las libertades- porque
no tenían más remedio, pero llegar a una democracia a su medida. Lo del
consenso formó parte de nueva historia oficial en la que todos podían lavarse
la cara, incluso los que habían renunciado a la República, a las libertades
nacionales, a la depuración de los cuerpos represivos, a la democracia
participativa en empresas, barrios y centros de enseñanza.
Pero aún y así, la calle siguió en buena parte
desobediente, incluso el PSOE llegaba a emplear la terminología marxista –socialdemócrata
enérgica, a la manera del “Espíritu del 45”-, por lo que se hizo necesario un “golpe
de timón” (Tarradellas, el único republicano homologado), o sea el montaje del
golpe de estado fracasado más exitoso que recuerdan los anales.
El miedo al ejército “salvador” todavía era
brutal, de hecho, todavía no se ha ido del todo, aún no ha llegado el momento
en el que en este país (de países) se pueda criticar a las fuerzas armadas o a
la policía como, por citar un ejemplo, vemos de alguna manera en el cine
norteamericano, o sea nada de nada. El ejército sigue siendo “tabú”.
El monarca se va porque si no lo hiciera podía
ser peor. Desde luego, no será juzgado por ningún tribunal, que bien podía serlo.
Sí la justicia fuese igual para todos –como aseguraba Roca i Junyet,
quintaesencia del político corrupto-, el descargo de acusaciones sería
demoledor: connivencia con la dictadura, maniobras en las cloacas del Estado,
corrupción familiar, pero sobre todo, tendría que rendir cuenta del como y el
porqué se ha labrado una inmensa fortuna.
Ahora el espectáculo sigue, los políticos y los
tertulianos del régimen siguen hablando de derecha, izquierda, crisis,
regeneración, democracia, palabra, palabra, palabras.
El problema que tienen es que ya no hay miedo,
es que la gente ya no les cree, es que el pueblo no es el mismo de aquel pan y
fútbol. Hasta las televisiones se están poniendo al rojo vivo.
Hoy la noticia es la abdicación,
mañana la noticia el pueblo en la calle.
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