León Davidovitch Trotsky en 1918 |
Un
hombre con escaso atractivo, de espesa melena revolucionaria, y que evita
hablar de los temas que verdaderamente importan. Estas son las características
que la corresponsal de ABC en el Este de Europa, Sofía Casanova,
atribuyó a León Trotsky en diciembre de 1917 tras mantener una
entrevista con él, apenas un mes después de que este político hubiera
subido al poder del país de manos de Vladimir Lenin a golpe de revolución.
Corrían tiempos tensos para el pueblo ruso
cuando Sofía Casanova (con más de 40 veranos a sus espaldas como periodista) se
decidió a entrevistar a Trotsky en nombre de un diario con no más de catorce
años de recorrido. Por entonces, esta corresponsal se declaraba contraria al
comunismo, pero sabía que los sucesos que se acababan de dar en el país bien
merecían unas cuantas preguntas al, en aquel tiempo, ministro de Negocios
Extranjeros y «el más interesante de los compañeros de Lenin» según sus
propias palabras.
Y es que, en octubre de ese mismo año el país
se había convulsionado después de que varios soviets –consejos organizados de
trabajadores- hubieran tomado por la fuerza el Palacio de Invierno, sede
del gobierno del territorio, y -a base de hoz y algún que otro martillo-
hubieran dado el poder a un Consejo de Comisarios del Pueblo liderado por el
«tovarich» (camarada, que se diría por aquí) Lenin y sus seguidores. Entre
ellos, precisamente, se encontraba Trotsky, un ídolo de la revolución y gran
instigador de las movilizaciones de aquel movimiento contra el gobierno
establecido.
Trotski, quien afirmaba que el suyo sería un
mandato de igualdad, no dejó, por el contrario, muy buenas sensaciones a
Casanova. «No se revela en él ni la voluntad, ni la inteligencia; nada, en fin,
potencialmente fuerte. Podría pasar por un artista decadente, y, sin embargo,
yo creo que tiene un valor irremplazable en la Rusia actual, y que no son las
circunstancias precarias las que dan relieve a una medianía», señala la corresponsal
en su entrevista.
Sofía
Casanova, con el uniforme de la Cruz Roja
Sofía Casanova |
Con
todo, no hay nadie que pueda explicar mejor este encuentro que la propia
corresponsal. Para ello, es necesario retroceder nada menos que 97 años hasta
una fría tarde de diciembre en la que dos mujeres, una de ellas la periodista,
se dirigían con paso calmado hacia el Instituto Smolny, sede del nuevo gobierno
de Lenin y Trotsky. El antro, en definitiva, de las bestias –como así tituló su
artículo-…
«Cuando hace cuatro días me decidí en secreto
de mi familia a ir al Instituto Smolny, una nevada densa y callada caía sobre
San Petersburgo. Deseaba y temía ir -¿por qué no confesarlo?- al apartado lugar
donde funcionan todas las dependencias del Gobierno popular. Como no me atrevía
a ir sola, ni otra persona alguna hubiera querido acompañarme, dije a la fiel
gallega, inseparable nuestra en estas penalidades, que viniera conmigo, pero
sin descubrirle el objeto de nuestra salida...
Obscuras
las calles, resbaladizas como vidrios enjabonados y completamente solitarias a
aquella hora –cinco de la tarde-, tras muchos tumbos hallamos un iswostchik,
somnoliento en el pescante del trineo. Extrañado de la dirección que le daba y
puesto buen precio a la carrera, atravesamos lobregueces y más lobregueces de
barrios extremos, hasta dar en un edificio enorme que sobresale de casucas y
callejuelas adyacentes. Entre el portón que da a la calle y el de entrada
principal del edificio hay un gran espacio, jardín en otro tiempo donde esperan
los automóviles del personal gubernativo. Los guardias de la entrada, paisanos
armados, caliéntanse en una hoguera. Me preguntan adónde voy; respondo que voy
a ver al comisario Trotsky y me señalan con franco ademán la escalinata.
«Conozco España; es un hermoso país del que tengo
buenos recuerdos»
Penetro
en el edificio, y en la sala contigua a un vestíbulo, donde se desparraman
grandes paquetes de
papel, veo sentados en torno de una mesa dos marineros,
tres soldados y dos jóvenes judías, que escriben. Repito mi demanda de ver a
Trotsky -ministro de Negocios Extranjeros, que es el más interesante de los
compañeros de Lenin-, y sin más requisitos nos entregan dos pedacillos de papel
timbrado con el número del cuarto donde el compañero Trotsky trabaja. Ruego que
me indiquen el camino de aquel piso tercero y aquel número 67, y merezco la
deferencia a la muchachita judía Sarah Ivanova de que nos conduzca ella misma a
los pisos altos. Son muchos los escalones, y a cada uno que subimos auméntase
el pánico de Pepa que, aterrados los ojos, el mantillín caído sobre la frente,
me dice en gallego cerrado:
-¿A
dónde me lleva, señora? Mire que aquí nos matan, a canalla está muy armada; a
min me tembla o pulso.
Nos dejó Sarah junto a una puerta, donde la
Guardia roja hacía centinela, y mientras pasaban mi tarjeta a Trotsky dialogué
con «la canalla muy armada» que allí había. Les había anunciado la judía que
éramos españolas, y cuando uno de aquellos proletarios me dijo que había leído
cosas de España, y fijándose en Pepa habló con calor de las mujeres de mi país,
oíselo apagándose la luz eléctrica y lanzó un grito Pepa, agarrándose a mí
espantada. Fue un momento de pintoresca emoción, volvió la luz, se abrió la
puerta, y el soldado correcto, que había llevado mi tarjeta, dijo:
-Les
ruego que pasen.
Atravesamos
una sala grande, sin más muebles que algunas sillas y máquinas de escribir, y a
la izquierda; en un gabinete chico, nos esperaba Trotsky. Me rogó que tomara
asiento en el único sillón de la estancia, frente a él, junto a una mesa de
despacho. Indicó a Pepa el sofá, que completaba el sobrio mobiliario, y con voz
agradable se expresó así en francés:
-Conozco España; es un hermoso país del que
tengo buenos recuerdos, aunque la Policía comme de raison me trató mal. He
visitado Madrid, Barcelona, Valencia. Mi amigo Pablo Iglesias estaba a la
sazón en un Sanatorio; sentí dejar España.
«Podría pasar por un artista decadente (pero)
creo que tiene un valor irremplazable en la Rusia actual»
Nuestra política es la única que puede hacerse
al presente. El mundo está hambriento de paz y nosotros tenemos la
esperanza de que se haga no la paz aislada de Rusia, sino la general, la de
todos los pueblos combatientes. Ahora mismo acabo de recibir un radiotelegrama
de Czernin de conformidad con nuestra iniciativa de armisticio y de gestiones
pacifistas. No hemos de detenernos, ni mis compañeros ni yo, en el camino
emprendido.
-¿Pero la actitud de las potencias de la
Entente es inquietante?- indiqué.
Veló con los cansados párpados su aguda mirada
Trotsky, y en vano esperé una respuesta o un comentario a mi frase. Conversamos
aún, rozando los asuntos, sin ahondar en ellos y con sencillez me dijo al
despedirnos:
-Me alegro haber conocido a usted y por su
conducto envío un saludo a España.
Volvióse a su asiento, y su cabeza se inclinó
sobre los documentos allí reunidos.
¿Es simpático Trotsky? No es atractivo.
Acentúa su tipo israelita la espesa melena revolucionaria, que enmarca con
negrura su rostro irregular y agudo. Las cejas y la recortada perilla, muy
negras, son a modo de pinceladas mefistofélicas en el rostro cetrino. No se
revela en él ni la voluntad, ni la inteligencia; nada, en fin, potencialmente
fuerte. Podría pasar por un artista decadente, y, sin embargo, yo creo
que tiene un valor irremplazable en la Rusia actual, y que no son las
circunstancias precarias las que dan relieve a una medianía, sino que es la
personalidad de este hombre la que se impone a aquéllas con actos de un plan
político desconcertante y trascendental.
Trotsky,
en una fotografía de archivo
En
el antro de las fieras existe menos disparidad entre ellas y aquel que existía
en el Palacio de la Duma. En el Instituto Smolny es todo plebeyamente
democrático, y los feroces marineros de Kronstadt, confundidos con la guardia
roja, no desdicen de los fríos muros, de las salas desamuebladas, donde
funcionan como árbitros de San Petersburgo. Impresionan y desasosiegan el
Instituto Smolny, y sus moradores, porque es un foco de anarquía y porque la
ignorancia y el odio de los antiguos esclavos a todas las clases sociales arma
sus manos con el ensañamiento demoledor.
Al
fanatismo jerárquico del Imperio sustituye el otro, el de la ergástula en
rebeldía. ¿Qué pueblo podrá ser feliz gobernado por el terrorismo de abajo?
Sólo
la bandera blanca de la paz, que estos hombres levantan, da el alivio de una
esperanza a nuestra angustia de desterrados. ¡La paz!, la paz, y luego... ¿qué
ocurrirá en las regiones de Rusia dispersas y sin tradición de independencia?
Aquella hoguera llameando sobre la nieve a la entrada del Instituto Smolny me
parece un símbolo del porvenir: ¡Incendio en las estepas invernales!
Sofía CASANOVA San Petersburgo, diciembre 1917
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