Juan Diego García
(especial para ARGENPRESS.info)
Los sucesos en curso en Venezuela constituyen la
respuesta de la oposición a las drásticas medidas tomadas por el gobierno de
Maduro para combatir el acaparamiento criminal de artículos de primera
necesidad, el desabastecimiento intencionado, la especulación ilegal con las
divisas y un sin número de prácticas de la guerra económica que los empresarios
nacionales y extranjeros adelantan contra este gobierno. Los incidentes no son
un hecho aislado; forman parte de una estrategia seguida por la oligarquía
criolla desde el mismo momento en que Hugo Chávez llegó a la presidencia y se
inició la Revolución Bolivariana. Tras bambalinas, por supuesto y como siempre,
Washington.
Se busca minar sistemáticamente el
amplio apoyo popular al gobierno y, en principio, recuperar el poder en las
urnas. Pero si esto falla no se descartan ni el golpe militar ni la guerra
civil o directamente la intervención de fuerzas extranjeras. Es pues la
aplicación del conocido manual de la contrarrevolución que se utilizó con tanto
éxito contra la UP de Allende en Chile y es la misma estrategia que se lleva a
cabo contra Ecuador y Bolivia. No solo los métodos son semejantes sino que los
protagonistas resultan ser siempre los mismos. Internamente el agente principal
no es otro que la clase dominante y los sectores sociales que le son afines y
en lo externo, el gobierno de los Estados Unidos y sus aliados. Las figuras
resultan familiares: desde el gran banquero y el terrateniente hasta los “niños
bien” que azuzan las acciones callejeras del matón de esquina, del camorrero de
siempre o del lumpen que sirven de mano de obra para las tareas de la guerra
sucia. Por otro lado, desde el presidente (en esto Obama actúa igual que sus
predecesores) y su ministro de asuntos exteriores que amenazan y financian
generosamente a la “oposición democrática”, hasta los funcionarios de la
embajada y su recua de agentes de todas las agencias de espionaje,
intervención, sabotaje y lo que haga falta para proteger “los intereses nacionales”
del Tío Sam.
A unos y otros les une ciertamente una
comunidad de intereses. La oligarquía venezolana y los sectores sociales que le
son afines, reaccionan ante la pérdida de sus privilegios como parásitos que
han sido siempre de la riqueza petrolera, practicando a gran escala la
corrupción, la fuga de capitales y la financiación de un tren de vida de
ostentación, lujo y despilfarro; una vida de indolencia y superficialidad sin
parangón en todo el continente. Y en eso llegó Chávez y la Revolución Bolivariana
y dispuso que los recursos se dedicaran a satisfacer las necesidades más
urgentes de las mayorías pobres del país y a fomentar cambios en el modelo
económico para superar la condición de simples productores de materias primas y
llevar a Venezuela a la modernidad y a un desarrollo económico sano y
equilibrado.
A Washington le preocupa mucho perder
el control de las riquezas naturales del país. Y para quien considere que a los
estadounidenses realmente les preocupa la suerte de los venezolanos despeja
toda duda al respecto el anterior candidato presidencial de los republicanos
proponiendo invadir Venezuela para garantizar el suministro de petróleo a su
país. Más claro no canta un gallo. Además, a los Estados Unidos les preocupa
sobremanera el proceso de integración regional en marcha y en el cual Venezuela
juega un papel clave. Esta iniciativa supone, si no el rompimiento radical con
la tutela gringa sobre estos países sí al menos un debilitamiento enorme del
papel hegemónico que siempre han tenido los Estados Unidos en el continente.
Afectada en lo más íntimo la oligarquía venezolana
se levanta y para ello no escatima recurso alguno incluyendo el sabotaje
sistemático de la economía, las más sucias campañas mediáticas de intoxicación
y manipulación de la opinión pública, los atentados y provocaciones permanentes
(incluyendo francotiradores que disparan contra chavistas y opositores para
luego culpar a las autoridades), la contratación de sicarios y paramilitares
colombianos para asesinar líderes populares y campesinos vinculados a la
reforma agraria y hasta el golpe militar. Todas y cada una de estas maniobras
no han conseguido cambiar la correlación de fuerzas y la oposición ha perdido
prácticamente todas las citas en las urnas. La más reciente, hace un par de
semanas cuando el partido de Maduro confirmó su ventaja con más de un millón de
votos y aseguró el control mayoritario de alcaldías y gobiernos regionales.
Nadie cuestiona esas elecciones; solo la oposición clama inútilmente. Al menos
en Latino América todos los gobiernos reconocen la legitimidad de Maduro, estén
o no de acuerdo con el proceso venezolano.
El asunto es entonces un caso evidente
de lucha de clases (ese concepto que tanto escandaliza a algunos) y de defensa
de la soberanía nacional (otra categoría que eriza los cabellos a los
neoliberales más convencidos). No se trata en Venezuela de una dictadura que
sacrifique la democracia ni de la existencia de un dictador sanguinario, ni
nada por el estilo tal como clama la oposición. Se trata sencillamente de
buscar -como sea- terminar con un proceso que ha golpeado a fondo a una clase
social parásita acostumbrada a vegetar en medio de la pobreza de las mayorías.
Ahora los recursos se dedican a resolver problemas sociales urgentes
(educación, salud, vivienda, pensiones, empleo, etc.) y a promover un
desarrollo económico menos deformado (industrialización, investigación, reforma
agraria, etc.).
Ese es el meollo de la cuestión. Los motivos
alegados por la oposición en manera alguna justifican ni las algarabías que
desembocan en violencia ni los sabotajes sistemáticos (desabastecen y luego
culpan al gobierno de la escasez). La corrupción que existe y que las
autoridades reconocen y combaten es un mal endémico en este país (y en tantos
otros!); los fallos en la gestión pública tampoco legitiman la violencia en las
calles ni menos aún los planes subversivos. Las denuncias de la oposición
tienen canales institucionales para ser expuestas y en su caso, resueltas. Las
urnas deben ser en última instancia quienes aprueben o no la gestión del
gobernante. Desesperadas porque mediante las vías legales apenas consiguen
apoyos, los opositores acuden a los métodos violentos. A los grupos más
exaltados de la oposición, ahora hasta el propio Capriles les resulta “blando”
y promueven a Leopoldo López, un cachorro de Washington, un miembro activo de
la Internacional Socialista, acusado ahora de ser el responsable directo, como
inductor, de los sucesos luctuosos de los días pasados. Él llamó a la
insurrección, él calentó los ánimos de las turbas incontroladas que incendiaron
y abrieron fuego y ahora se quiere presentar como un pacífico contradictor del
gobierno que rechaza la violencia.
El gobierno ha tenido que pedir a las
organizaciones populares que no respondan a la violencia de la derecha en las
calles, que no caigan en la provocación, sabiendo que existe un sentimiento de
rabia contenida muy general entre las capas más pobres de la población que
apenas soportan el espectáculo de ver a los niños de los barrios ricos
aterrorizando y destruyendo impunemente, irrumpiendo en los barrios obreros con
sus motocicletas de alta cilindrada (que nadie en el pueblo se puede permitir)
cuando no cometiendo atentados contra sus líderes. La división de la sociedad
venezolana no la creó Chávez. Siempre ha estado allí y es admirable cómo las
gentes sencillas de ese país se comportan de forma cívica y dan a cada paso
muestras de una condición democrática envidiable que contrasta con la histeria
de la oposición.
Las medidas económicas tomadas
recientemente son indispensables y en realidad debieron tomarse hace mucho
tiempo. No afectan el ejercicio legítimo de la actividad económica, solo
combaten el capitalismo mafioso. De igual manera son adecuadas las medidas
aplicadas a quienes han promovido los desórdenes y ocasionado las muertes en
los recientes acontecimientos. Si en su día no se procedió legalmente contra
todos aquellos que promovieron el golpe de estado contra Chávez (el mismo señor
Capriles, candidato a la presidencia por la derecha) ahora da la impresión de
que las autoridades actúan con energía para llevar a los tribunales a los
promotores de la violencia.
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