martes, 25 de febrero de 2014

La batalla de Venezuela

Juan Diego García
(especial para ARGENPRESS.info)

Los sucesos en curso en Venezuela constituyen la respuesta de la oposición a las drásticas medidas tomadas por el gobierno de Maduro para combatir el acaparamiento criminal de artículos de primera necesidad, el desabastecimiento intencionado, la especulación ilegal con las divisas y un sin número de prácticas de la guerra económica que los empresarios nacionales y extranjeros adelantan contra este gobierno. Los incidentes no son un hecho aislado; forman parte de una estrategia seguida por la oligarquía criolla desde el mismo momento en que Hugo Chávez llegó a la presidencia y se inició la Revolución Bolivariana. Tras bambalinas, por supuesto y como siempre, Washington.
Se busca minar sistemáticamente el amplio apoyo popular al gobierno y, en principio, recuperar el poder en las urnas. Pero si esto falla no se descartan ni el golpe militar ni la guerra civil o directamente la intervención de fuerzas extranjeras. Es pues la aplicación del conocido manual de la contrarrevolución que se utilizó con tanto éxito contra la UP de Allende en Chile y es la misma estrategia que se lleva a cabo contra Ecuador y Bolivia. No solo los métodos son semejantes sino que los protagonistas resultan ser siempre los mismos. Internamente el agente principal no es otro que la clase dominante y los sectores sociales que le son afines y en lo externo, el gobierno de los Estados Unidos y sus aliados. Las figuras resultan familiares: desde el gran banquero y el terrateniente hasta los “niños bien” que azuzan las acciones callejeras del matón de esquina, del camorrero de siempre o del lumpen que sirven de mano de obra para las tareas de la guerra sucia. Por otro lado, desde el presidente (en esto Obama actúa igual que sus predecesores) y su ministro de asuntos exteriores que amenazan y financian generosamente a la “oposición democrática”, hasta los funcionarios de la embajada y su recua de agentes de todas las agencias de espionaje, intervención, sabotaje y lo que haga falta para proteger “los intereses nacionales” del Tío Sam.


A unos y otros les une ciertamente una comunidad de intereses. La oligarquía venezolana y los sectores sociales que le son afines, reaccionan ante la pérdida de sus privilegios como parásitos que han sido siempre de la riqueza petrolera, practicando a gran escala la corrupción, la fuga de capitales y la financiación de un tren de vida de ostentación, lujo y despilfarro; una vida de indolencia y superficialidad sin parangón en todo el continente. Y en eso llegó Chávez y la Revolución Bolivariana y dispuso que los recursos se dedicaran a satisfacer las necesidades más urgentes de las mayorías pobres del país y a fomentar cambios en el modelo económico para superar la condición de simples productores de materias primas y llevar a Venezuela a la modernidad y a un desarrollo económico sano y equilibrado.


A Washington le preocupa mucho perder el control de las riquezas naturales del país. Y para quien considere que a los estadounidenses realmente les preocupa la suerte de los venezolanos despeja toda duda al respecto el anterior candidato presidencial de los republicanos proponiendo invadir Venezuela para garantizar el suministro de petróleo a su país. Más claro no canta un gallo. Además, a los Estados Unidos les preocupa sobremanera el proceso de integración regional en marcha y en el cual Venezuela juega un papel clave. Esta iniciativa supone, si no el rompimiento radical con la tutela gringa sobre estos países sí al menos un debilitamiento enorme del papel hegemónico que siempre han tenido los Estados Unidos en el continente.

Afectada en lo más íntimo la oligarquía venezolana se levanta y para ello no escatima recurso alguno incluyendo el sabotaje sistemático de la economía, las más sucias campañas mediáticas de intoxicación y manipulación de la opinión pública, los atentados y provocaciones permanentes (incluyendo francotiradores que disparan contra chavistas y opositores para luego culpar a las autoridades), la contratación de sicarios y paramilitares colombianos para asesinar líderes populares y campesinos vinculados a la reforma agraria y hasta el golpe militar. Todas y cada una de estas maniobras no han conseguido cambiar la correlación de fuerzas y la oposición ha perdido prácticamente todas las citas en las urnas. La más reciente, hace un par de semanas cuando el partido de Maduro confirmó su ventaja con más de un millón de votos y aseguró el control mayoritario de alcaldías y gobiernos regionales. Nadie cuestiona esas elecciones; solo la oposición clama inútilmente. Al menos en Latino América todos los gobiernos reconocen la legitimidad de Maduro, estén o no de acuerdo con el proceso venezolano.
El asunto es entonces un caso evidente de lucha de clases (ese concepto que tanto escandaliza a algunos) y de defensa de la soberanía nacional (otra categoría que eriza los cabellos a los neoliberales más convencidos). No se trata en Venezuela de una dictadura que sacrifique la democracia ni de la existencia de un dictador sanguinario, ni nada por el estilo tal como clama la oposición. Se trata sencillamente de buscar -como sea- terminar con un proceso que ha golpeado a fondo a una clase social parásita acostumbrada a vegetar en medio de la pobreza de las mayorías. Ahora los recursos se dedican a resolver problemas sociales urgentes (educación, salud, vivienda, pensiones, empleo, etc.) y a promover un desarrollo económico menos deformado (industrialización, investigación, reforma agraria, etc.).

Ese es el meollo de la cuestión. Los motivos alegados por la oposición en manera alguna justifican ni las algarabías que desembocan en violencia ni los sabotajes sistemáticos (desabastecen y luego culpan al gobierno de la escasez). La corrupción que existe y que las autoridades reconocen y combaten es un mal endémico en este país (y en tantos otros!); los fallos en la gestión pública tampoco legitiman la violencia en las calles ni menos aún los planes subversivos. Las denuncias de la oposición tienen canales institucionales para ser expuestas y en su caso, resueltas. Las urnas deben ser en última instancia quienes aprueben o no la gestión del gobernante. Desesperadas porque mediante las vías legales apenas consiguen apoyos, los opositores acuden a los métodos violentos. A los grupos más exaltados de la oposición, ahora hasta el propio Capriles les resulta “blando” y promueven a Leopoldo López, un cachorro de Washington, un miembro activo de la Internacional Socialista, acusado ahora de ser el responsable directo, como inductor, de los sucesos luctuosos de los días pasados. Él llamó a la insurrección, él calentó los ánimos de las turbas incontroladas que incendiaron y abrieron fuego y ahora se quiere presentar como un pacífico contradictor del gobierno que rechaza la violencia.

El gobierno ha tenido que pedir a las organizaciones populares que no respondan a la violencia de la derecha en las calles, que no caigan en la provocación, sabiendo que existe un sentimiento de rabia contenida muy general entre las capas más pobres de la población que apenas soportan el espectáculo de ver a los niños de los barrios ricos aterrorizando y destruyendo impunemente, irrumpiendo en los barrios obreros con sus motocicletas de alta cilindrada (que nadie en el pueblo se puede permitir) cuando no cometiendo atentados contra sus líderes. La división de la sociedad venezolana no la creó Chávez. Siempre ha estado allí y es admirable cómo las gentes sencillas de ese país se comportan de forma cívica y dan a cada paso muestras de una condición democrática envidiable que contrasta con la histeria de la oposición.


Las medidas económicas tomadas recientemente son indispensables y en realidad debieron tomarse hace mucho tiempo. No afectan el ejercicio legítimo de la actividad económica, solo combaten el capitalismo mafioso. De igual manera son adecuadas las medidas aplicadas a quienes han promovido los desórdenes y ocasionado las muertes en los recientes acontecimientos. Si en su día no se procedió legalmente contra todos aquellos que promovieron el golpe de estado contra Chávez (el mismo señor Capriles, candidato a la presidencia por la derecha) ahora da la impresión de que las autoridades actúan con energía para llevar a los tribunales a los promotores de la violencia.

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