En Bucarest, una grúa se lleva la estatua de Lenin. En Moscú, una
multitud ávida hace cola a las puertas de McDonald's. El abominable muro de
Berlín se vende en pedacitos, y Berlín Este confirma que está ubicado a la
derecha de Berlín Oeste. En Varsovia y en Budapest, los ministros de Economía
hablan igualito que Margaret Thatcher. En Pekín también, mientras los carros de
combate aplastan a los estudiantes. El Partido Comunista Italiano, el más
numeroso de Occidente, anuncia su próximo suicidio. Se reduce la ayuda
soviética a Etiopía y el coronel Mengistu descubre súbitamente que el
capitalismo es bueno. Los sandinistas, protagonistas de la revolución más linda
del mundo, pierden las elecciones: Cae la revolución en Nicaragua,
titulan los diarios.Parece que ya no hay sitio para las revoluciones, como no
sea en las vitrinas del Museo Arqueológico, ni hay lugar para la izquierda,
salvo para la izquierda arrepentida que acepta sentarse a la diestra de los
banqueros. Estamos todos invitados al entierro mundial del socialismo. El
cortejo fúnebre abarca, según dicen, a la humanidad entera.
Yo confieso que no me lo creo. Estos funerales se han equivocado de
muerto.
La perestroika y la pasión de libertad que ésta desató han
hecho saltar por todas partes las costuras de un asfixiante chaleco de fuerza.
Todo estalla. A ritmo de vértigo se multiplican los cambios, a partir de la
certeza de que la justicia social no tiene por qué ser enemiga de la libertad
ni de la eficiencia. Una urgencia, una necesidad colectiva: la gente ya no daba
más; la gente estaba harta de una burocracia, tan poderosa como inútil, que en
nombre de Marx le prohibía decir lo que pensaba y vivir lo que sentía. Toda
espontaneidad era culpable de traición o locura.
¿Socialismo, comunismo? ¿O todo esto era más bien una estafa
histórica? Yo escribo desde un punto de vista latinoamericano, y me pregunto:
si así fue, si así fuera, ¿por qué vamos a pagar nosotros el precio de esa
estafa? En ese espejo nunca estuvo nuestra cara.
En las recientes elecciones de Nicaragua, la dignidad nacional ha
perdido la batalla. Fue vencida por el hambre y la guerra; pero también fue
vencida por los vientos internacionales, que están soplando contra la izquierda
con más fuerza que nunca. Injustamente pagaron justos por pecadores. Los
sandinistas no son responsables de la guerra ni del hambre, ni cabe atribuirles
la menor cuota de culpa por cuanto ocurría en el Este. Paradoja de paradojas:
esta revolución democrática, pluralista, independiente, que no copió a los
soviéticos, ni a los chinos, ni a los cubanos, ni a nadie, ha pagado los platos
que otros rompieron, mientras el partido comunista local votaba por violeta
Chamorro.
Los autores de la guerra y del hambre celebran ahora el resultado de
las elecciones, que castiga a las víctimas. Al día siguiente, el Gobierno de
Estados Unidos anunció el fin del embargo económico contra Nicaragua. Lo mismo
había ocurrido, años atrás, cuando el golpe militar en Chile. Al día siguiente
de la muerte del presidente Allende, el precio internacional del cobre subió
por arte de magia.
En realidad, la revolución que derribó la dictadura de la familia
Somoza no tuvo en estos 10 años largos ni un minuto de tregua. Fue invadida
todos los días por una potencia extranjera y sus criminales de alquiler y fue
sometida a un incesante estado de sitio por los banqueros y los, mercaderes
dueños del mundo. Y así y todo se las arregló para ser una revolución más
civilizada que la francesa, porque a nadie guillotinó ni fusiló, y más
tolerante que la norteamericana, porque en plena guerra permitió, con algunas
restricciones, la libre expresión de los voceros locales del amo colonial.
Los sandinistas alfabetizaron Nicaragua, abatieron considerablemente
la mortalidad infantil y dieron tierra a los campesinos. Pero la guerra
desangró al país. Los daños de guerra equivalen en una vez y media al producto
interior bruto, lo que significa que Nicaragua fue destruida una vez y media.
Los jueces de la Corte Internacional de La Haya dictaron sentencia contra la
agresión norteamericana, y eso no sirvió para nada. Y tampoco sirvieron para
nada las felicitaciones de los organismos de las Naciones Unidas especializados
en educación, alimentación y salud. Los aplausos no se comen.
Los invasores rara vez atacaron objetivos militares. Sus blancos
preferidos fueron las cooperativas agrarias. ¿Cuántos miles de nicaragüenses
fueron muertos o heridos en esta década por orden del Gobierno de Estados
Unidos? En proporción equivaldrían a tres millones de norteamericanos. Y, sin
embargo, en estos años, muchos miles de norteamericanos visitaron Nicaragua y
fueron siempre bien recibidos y a ninguno le pasó nada. Sólo uno murió. Lo mató
la contra. (Era muy joven y era ingeniero y era payaso. Caminaba
perseguido por un enjambre de niños. Organizó en Nicaragua la primera escuela
de payasos. Lo mató la contra mientras medía el agua de un lago para
hacer una represa. Se llamaba Ben Linder.)
Pero ¿y Cuba? ¿No ocurre también allí, como ocurría en el Este, un
divorcio entre el poder y la gente? ¿No está la gente, también allí, harta del
partido único y la Prensa única y la verdad única?
"Si yo soy Stalin, mis muertos gozan de buena salud", ha
dicho Fidel Castro, y por cierto que no es ésta la única diferencia. Cuba no
importó desde Moscú un modelo prefabricado de poder vertical, sino que fue
obligada a convertirse en una fortaleza para que su todopoderoso enemigo no se
la almorzara con cuchillo y tenedor. Y fue en esas condiciones que este pequeño
país subdesarrollado logró algunas hazañas asombrosas: hoy por hoy, Cuba tiene
menos analfabetismo y menos mortalidad infantil que Estados Unidos. Por lo
demás, a diferencia de varios países del Este, el socialismo cubano no fue
ortopédicamente impuesto desde arriba y desde afuera, sino que nació desde muy
adentro y creció desde muy abajo. Los muchos cubanos que han muerto por Angola
o han dado lo mejor de sí por Nicaragua a cambio de nada no han estado
cumpliendo sumisamente, y a contracorazón, las órdenes de un Estado policial.
Si así hubiera sido, sería inexplicable: nunca hubo deserciones y siempre sobró
fervor.
Ahora, Cuba está viviendo
horas de trágica soledad. Horas peligrosas: la invasión de Panamá y la
desintegración del llamado campo socialista influyen de la peor manera, me
temo, sobre el proceso interno, favoreciendo
la tendencia a la cerrazón burocrática, la rigidez ideológica y la
militarización de la sociedad.
Ante Panamá, Nicaragua o Cuba, el
Gobierno de Estados Unidos invoca la democracia como los Gobiernos del Este
invocaban el socialismo: a modo de coartada. A lo largo de este siglo,
América Latina ha sido invadida más de 100 veces por Estados Unidos. Siempre en
nombre de la democracia, y siempre para imponer dictaduras militares o
Gobiernos títeres que han puesto a salvo el dinero amenazado. El sistema
imperial de poder no quiere países democráticos. Quiere países humillados.
La invasión de Panamá fue escandalosa,
con sus 7.000 víctimas entre los escombros de los barrios pobres arrasados por
los bombardeos; pero más escandalosa que la invasión fue la impunidad con que
se realizó. La impunidad, que induce a la repetición del delito, estimula al
delincuente. Ante este crimen de soberanía, el presidente Mitterrand hizo sonar
su discreto aplauso y el mundo entero se cruzó de brazos, después de pagar el impuestito
de una que otra declaración.
En este sentido, resulta elocuente el
silencio, y hasta la mal disimulada complacencia, de algunos países del Este.
¿La liberación del Este implica luz verde para la opresión del Oeste? Yo nunca
compartí la actitud de quienes condenaban el imperialismo en el mar Caribe,
pero aplaudían o se callaban la boca cuando la soberanía nacional era pisoteada
en Hungría, Polonia, Checoslovaquia o Afganistán. Puedo decirlo, porque no
tengo cola de paja: el derecho a la autodeterminación de los pueblos es sagrado
en todos los lugares y en todos los momentos. Bien dicen por ahí que las
reformas democráticas de Gorbachov han sido posibles porque la Unión Soviética
no corría el riesgo de ser invadida por la Unión Soviética. Y, simétricamente,
bien dicen por ahí que Estados Unidos está a salvo de cuartelazos y dictaduras
militares porque en Estados Unidos no hay Embajada de Estados Unidos.
Sin sombra de duda, la libertad es
siempre una buena noticia. Para el Este, que la está protagonizando con justo
júbilo, y para todo el mundo. Pero, en cambio, ¿son una buena noticia, los
elogios al dinero y a las virtudes del mercado? ¿La idolatría del american
way of life? ¿Las cándidas ilusiones de ingreso al club internacional de
los ricos? La burocracia, que sólo es ágil para acomodarse, se está adaptando
aceleradamente a la nueva situación y los viejos burócratas empiezan a
convertirse en nuevos burgueses.
Hay que reconocer, desde el punto de
vista latinoamericano y del llamado Tercer Mundo, que el difunto bloque
soviético tenía al menos una virtud esencial: no se alimentaba de la pobreza de
los pobres, no participaba del saqueo en el mercado internacional capitalista
y, en cambio, ayudaba a financiar la justicia en Cuba, en Nicaragua y en muchos
otros países. Yo sospecho que esto será, de aquí a poco, recordado con
nostalgia.
Para nosotros, el capitalismo no es un
sueño a realizar, sino una pesadilla realizada. Nuestro desafío no consiste en
privatizar el Estado, sino en desprivatizarlo. Nuestros Estados han sido
comprados a precio de ganga por los dueños de la tierra y los bancos, y todo lo
demás. Y el mercado no es, para nosotros, más que una nave de piratas: cuanto
más libre, peor. El mercado local y el internacional. El mercado internacional nos
roba con los dos brazos. El brazo comercial nos vende cada vez más caro y nos
compra cada vez más barato. El brazo financiero, que nos presta nuestro propio
dinero, nos paga cada vez menos y nos cobra cada vez más.
Vivimos en una región de precios europeos
y salarlos africanos, donde el capitalismo actúa como aquel buen hombre que
decía: "Me gustan tanto los pobres, que siempre me parece que no hay
suficiente cantidad". Sólo en Brasil, pongamos por caso, el sistema mata
1.000 niños por día de enfermedad o de hambre. En América Latina, el
capitalismo es antidemocrático, con o sin elecciones: la mayoría de la gente
está presa de la necesidad y está condenada a la soledad y a la violencia. El
hambre miente, la violencia miente: dicen pertenecer a la naturaleza, simulan
formar parte del orden natural de las cosas. Cuando ese orden natural se
desordena, los militares entran en escena, encapuchados o a cara descubierta.
Como dicen en Colombia, "el coste de la vida sube y sube, y el valor de la
vida baja y baja".
Las elecciones de Nicaragua fueron un
golpe muy duro. Un golpe como del odio de Dios, que decía el poeta. Cuando supe
el resultado, yo fui, y todavía soy, un niño perdido en la intemperie. Un niño
perdido, digo, pero no solo. Somos muchos. En todo el mundo somos muchos.
A veces siento que nos han robado
hasta las palabras. La palabra socialismo se usa en el Oeste para maquillar la
injusticia; en el Este evoca el purgatorio o quizá el infierno. La palabra
imperialismo está fuera de moda y ya no existe en el diccionario político
dominante, aunque el imperialismo sí existe y despoja y mata. ¿Y la palabra
militancia? ¿Y el hecho mismo de la pasión militante? Para los teóricos del
desencanto es una antigualla ridícula. Para los arrepentidos, un estorbo de la memoria.
En pocos meses hemos asistido al
naufragio estrepitoso de un sistema usurpador del socialismo, que trataba al
pueblo como a un eterno menor de edad y lo llevaba de la oreja. Pero hace tres
o cuatro siglos, los inquisidores calumniaban a Dios cuando decían que cumplían
sus órdenes, y yo creo que el cristianismo no es la Santa Inquisición. En
nuestro tiempo, los burócratas han desprestigiado la esperanza y han ensuciado
la más bella de las aventuras humanas; pero yo también creo que el socialismo no
es el estalinismo.
Ahora hay que volver a empezar. Pasito
a paso, sin más escudos que los nacidos de nuestros propios cuerpos. Hay que
descubrir, crear, imaginar. En el discurso que Jesse Jackson pronunció poco
después de su derrota en Estados Unidos, él reivindicó el derecho de soñar:
"Vamos a defender ese derecho", dijo, "no vamos a permitir que
nadie nos arrebate ese derecho". Y hoy, más que nunca, es preciso soñar.
Soñar juntos sueños que se desensueñen y en materia mortal encarnen, como
decía, como quería, otro poeta. Peleando por ese derecho viven mis mejores
amigos, y por él, algunos han dado la vida.
Éste es mi testimonio. ¿Confesión de
un dinosaurio? Quizá. En todo caso es el testimonio de alguien que cree que la
condición humana no está condenada al egoísmo y a la obscena cacería del
dinero, y que el socialismo no murió, porque todavía no era: que hoy es el
primer día de la larga vida que tiene por vivir.
Eduardo
Galeano, es escritor uruguayo.
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