Adiós con respeto y sin admiración
MANUEL GARÍ
Adolfo
Suárez ha muerto. De nuevo nos encontramos con el relato mistificador de los
vencedores. Con la cadencia ininterrumpida de loas a su figura, a la del rey y
a la “ejemplar e incruenta” Transición los medios de comunicación y los voceros
de todo el arco parlamentario no dejan de glosar la mentira imaginaria que se
ha construido en torno a nuestro reciente pasado. Mi adiós comienza con
respeto, el que tengo por todo ser humano conocido o desconocido, famoso o
invisible. Pero sin admiración alguna en el caso del que fue presidente del
gobierno español por mor de su Real Majestad.
Muchos de sus antiguos detractores, fueran de
la derecha fraguista, de la UCD o de la oposición socialista (¿recuerdan el
chascarrillo de Guerra sobre el tahúr del Misisipi?) e incluso del PCE lo
elevan hoy al panteón de los hijos ilustres de la democracia. Y es lógico,
tanto unos como otros tienen una visión común del pasado histórico reciente en
el Estado español y no en vano juntos diseñaron la Constitución vigente.
Adolfo Suárez fue un político franquista con
olfato para ver que las lágrimas del “españoles, Franco ha muerto” de Arias
Navarro no contagiaban al pueblo ni suponían un aval para el futuro de los
intereses del capital y la derecha españoles. Y tuvo ambición, sí. La ambición
personal de ser una pieza clave en el tránsito entre el franquismo sin Franco y
la monarquía designada por Franco. Y tuvo arrojo y valentía, sí. Y también
astucia y rapidez para tomar decisiones en las que engañó a sus conmilitones
pero también a sus opositores. Nadie le puede negar que sirviera con esas dotes
a sus apetencias políticas personales (llegar a ser presidente, tal como él
mismo declaró) y a los de los estamentos económicos y políticos a los que servía.
Suárez fue absolutamente funcional durante unos años decisivos para los
intereses de los Borbones, la Banca, la patronal y la Iglesia Católica.
Les ayudó a convertir lo que en los años 1975,
1976 y 1977 parecía, en palabras del recién llegado al país Ernesto Ekaitzer,
una “primavera revolucionaria” en lo que luego no fue sino el otoño de las
esperanzas democráticas y sociales del movimiento obrero del Estado español y
de la resistencia catalana y vasca. Suárez no lo hizo sólo, contó la
inestimable ayuda de quienes pasaron de la ruptura democrática a la aceptación
de los límites democráticos sin solución de continuidad, explicación, ni razón:
Carrillo y González fundamentalmente. Buen trabajo Suárez.
Y
tuvo suficiente inteligencia y arrojo, como la tuvieron Gutiérrez Mellado y
Santiago Carrillo, para permanecer en pie ante el golpismo. Sabían que con ello
no iban a parar a Tejero pero sí dar una indicación fuera del hemiciclo que les
rendiría réditos después. Calcularon bien, apostaron, pero los tres perdieron a
corto plazo, para ganar a largo ya que los tres han sido colocados en el relato
oficial en el podio democrático.
En todas partes y sirviendo a los más diversos
proyectos pueden encontrarse individuos con características similares a las de
Adolfo Suárez González, pero solo cuajan históricamente cuando efectivamente
fuerzas sociales muy poderosas en el caso de la derecha o millones de personas
en el caso de los proyectos emancipadores le identifican como portavoz y
garante de sus aspiraciones.
Para
los de arriba la cosa es fácil, tal como hemos comprobado con las figuras de Suárez,
Aznar o Rajoy: se delega en el líder y se le abandonará en caso necesario para
sustituirlo por otro; la cosa funciona como en los consejos de administración
con el Consejero Delegado. Para las gentes de abajo no porque tal como planteó
Miguel Romero el pasado 2 de agosto en su artículo Desvío al líder: “ningún
líder puede sustituir a un programa en el que la mayoría social reconozca y
comparta la diversidad de demandas insatisfechas que hacen posible la
constitución de un campo social antagonista frente al poder establecido. Un
campo social que en el Estado español, no está de más repetirlo de nuevo, tiene
que articularse de forma igualitaria entre realidades nacionales diversas”.
Suárez fue una pieza clave en la legitimación
transformista del franquismo político, en la adquisición de un traje democrático
de la oligarquía económica y en la quiebra de la fortaleza del movimiento de
masas antifranquistas. Y también, por tanto, en la derrota de quienes alentábamos
las esperanzas de una “primavera revolucionaria”, sus grandes derrotados. ¿Debemos
olvidar esto para sumarnos al coro de loas? Jamás, sería contribuir a perder la
memoria y con ella la posibilidad de una nueva primavera para movimientos
esperanzadores como el del 22 M.
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