domingo, 30 de marzo de 2014

MUERTE DE ADOLFO SUÁREZ


Adiós con respeto y sin admiración
MANUEL GARÍ

Adolfo Suárez ha muerto. De nuevo nos encontramos con el relato mistificador de los vencedores. Con la cadencia ininterrumpida de loas a su figura, a la del rey y a la “ejemplar e incruenta” Transición los medios de comunicación y los voceros de todo el arco parlamentario no dejan de glosar la mentira imaginaria que se ha construido en torno a nuestro reciente pasado. Mi adiós comienza con respeto, el que tengo por todo ser humano conocido o desconocido, famoso o invisible. Pero sin admiración alguna en el caso del que fue presidente del gobierno español por mor de su Real Majestad.
Muchos de sus antiguos detractores, fueran de la derecha fraguista, de la UCD o de la oposición socialista (¿recuerdan el chascarrillo de Guerra sobre el tahúr del Misisipi?) e incluso del PCE lo elevan hoy al panteón de los hijos ilustres de la democracia. Y es lógico, tanto unos como otros tienen una visión común del pasado histórico reciente en el Estado español y no en vano juntos diseñaron la Constitución vigente.
Adolfo Suárez fue un político franquista con olfato para ver que las lágrimas del “españoles, Franco ha muerto” de Arias Navarro no contagiaban al pueblo ni suponían un aval para el futuro de los intereses del capital y la derecha españoles. Y tuvo ambición, sí. La ambición personal de ser una pieza clave en el tránsito entre el franquismo sin Franco y la monarquía designada por Franco. Y tuvo arrojo y valentía, sí. Y también astucia y rapidez para tomar decisiones en las que engañó a sus conmilitones pero también a sus opositores. Nadie le puede negar que sirviera con esas dotes a sus apetencias políticas personales (llegar a ser presidente, tal como él mismo declaró) y a los de los estamentos económicos y políticos a los que servía. Suárez fue absolutamente funcional durante unos años decisivos para los intereses de los Borbones, la Banca, la patronal y la Iglesia Católica.
Les ayudó a convertir lo que en los años 1975, 1976 y 1977 parecía, en palabras del recién llegado al país Ernesto Ekaitzer, una “primavera revolucionaria” en lo que luego no fue sino el otoño de las esperanzas democráticas y sociales del movimiento obrero del Estado español y de la resistencia catalana y vasca. Suárez no lo hizo sólo, contó la inestimable ayuda de quienes pasaron de la ruptura democrática a la aceptación de los límites democráticos sin solución de continuidad, explicación, ni razón: Carrillo y González fundamentalmente. Buen trabajo Suárez.
Y tuvo suficiente inteligencia y arrojo, como la tuvieron Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo, para permanecer en pie ante el golpismo. Sabían que con ello no iban a parar a Tejero pero sí dar una indicación fuera del hemiciclo que les rendiría réditos después. Calcularon bien, apostaron, pero los tres perdieron a corto plazo, para ganar a largo ya que los tres han sido colocados en el relato oficial en el podio democrático.
En todas partes y sirviendo a los más diversos proyectos pueden encontrarse individuos con características similares a las de Adolfo Suárez González, pero solo cuajan históricamente cuando efectivamente fuerzas sociales muy poderosas en el caso de la derecha o millones de personas en el caso de los proyectos emancipadores le identifican como portavoz y garante de sus aspiraciones.
Para los de arriba la cosa es fácil, tal como hemos comprobado con las figuras de Suárez, Aznar o Rajoy: se delega en el líder y se le abandonará en caso necesario para sustituirlo por otro; la cosa funciona como en los consejos de administración con el Consejero Delegado. Para las gentes de abajo no porque tal como planteó Miguel Romero el pasado 2 de agosto en su artículo Desvío al líder: “ningún líder puede sustituir a un programa en el que la mayoría social reconozca y comparta la diversidad de demandas insatisfechas que hacen posible la constitución de un campo social antagonista frente al poder establecido. Un campo social que en el Estado español, no está de más repetirlo de nuevo, tiene que articularse de forma igualitaria entre realidades nacionales diversas”.

Suárez fue una pieza clave en la legitimación transformista del franquismo político, en la adquisición de un traje democrático de la oligarquía económica y en la quiebra de la fortaleza del movimiento de masas antifranquistas. Y también, por tanto, en la derrota de quienes alentábamos las esperanzas de una “primavera revolucionaria”, sus grandes derrotados. ¿Debemos olvidar esto para sumarnos al coro de loas? Jamás, sería contribuir a perder la memoria y con ella la posibilidad de una nueva primavera para movimientos esperanzadores como el del 22 M.

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