A decir verdad, el fujimorismo no es
invención de Fujimori, es el resultado de la evolución del Estado burgués
globalizado que hoy domina al mundo.
El fujimorismo pudo haber sido
“palotismo” si Perico de los Palotes, la representación del bobo del pueblo que
nunca cesaba de tocar el tambor con sus palotes, de donde deriva su tradicional
nombre, hubiera llegado al poder en el Perú de los 90s.
Para hacer comprensible la
historia debemos ir al contexto en el que se produjo el sismo que condujo al
autogolpe del 5 de abril de 1992.
Acababa de desaparecer la Unión
Soviética y el capitalismo liderado por el gobierno de EEUU, bajo la
administración del ex Jefe de la CIA, George H. W. Bush (padre), se vio con las
manos libres para asumir que el fin de la historia se había producido y que el
sistema que gobernaría el mundo por los siglos de los siglos sería el
capitalismo. Llegaba la era de la globalización y el capitalismo encontró un
nuevo apellido: neoliberalismo.
Eso quería decir que
al fin se habría de cumplir la profecía de
Vincent de Gournay, el autor de la expresión
francesa
laissez faire, laissez passer que significa «dejar hacer, dejar
pasar», refiriéndose a una completa libertad en la economía: libre mercado,
libre manufactura, bajos o nulos impuestos, libre mercado laboral y mínima
intervención de los gobiernos. Era el funeral del Estado de bienestar
implantado a fines de la II Guerra Mundial, o “neocapitalismo”, en el que
medianamente, y solo por la confrontación con la URSS, dio base a reformas
estatales que procuraban una distribución menos desfavorable a las clases
explotadas… especialmente en los llamados países ricos.
Si bien el neocapitalismo permitió una etapa de casi
pleno empleo a mediados de los años 50, una etapa que se recrea muchas veces
dando origen al neoromanticismo norteamericano, esta etapa de casi equilibrio
social que vivieron los “países ricos”, era una espina clavada en el egoísmo
capitalista cuya tendencia mortal es hacia la concentración.
Para muchos capitalistas había
llegado la hora de salir del closet
de la “filantropía” y empezar a mostrar las garras. Especialmente
en el patio trasero, Latinoamérica. Empujados por la ilusión hoy mucho más
marcada que nunca, la ilusión del dinero que crece por sí solo, los dioses de
las finanzas para implantar la dolarización total de la economía procedieron a
destruir las monedas nacionales. Esto se da en el marco de una crisis
estructural de estancamiento con inflación que los economistas llamarán
“estanflación”.
En los 80s casi todas las monedas latinoamericanas
colapsaron. El Ecuador desapareció su moneda poniendo en circulación el dólar a
fin de liberarse de los serios problemas económicos. En Perú y Argentina, la
inflación monetaria llegó a niveles de vértigo. En esos años, un conocido periodista económico, Enrique Silberstein, que no
carecía del sentido del humor que hoy les falta a muchos de sus colegas de los
medios, decía en los años 70: “Nos pasamos la vida hablando contra la
inflación, todo gobierno (y todo ministro de Economía) lo primero que promete
es combatir la inflación (...) Y, si uno se fija bien, el ataque a la
inflación va dirigido al incremento de los costos, o sea al aumento de sueldos
y salarios. Jamás se ha combatido la inflación diciendo que se debe al
crecimiento de las ganancias (...) nadie se ha preguntado si las ganancias
tenían sentido y si eran económicas”. (Mario Rapoport, “Una revisión histórica de la inflación
argentina y de sus causas”)
No hay que tener mucha imaginación para descubrir que
tras el drama de la inflación, se
velaba una vez más la
lucha de clases en su expresión económica. La burguesía mejoraba sus ingresos arrebatando a los trabajadores la parte de la riqueza social
que habían podido
lograr en casi un siglo de ardorosas movilizaciones.
Los 90, cuando los trabajadores ya
estaban “ablandados”
y su
imaginación derrotada
por el colapso de la URSS, los capitalistas se vuelcan en pleno a desarrollar
el “pensamiento único”
neoliberal. Se digita entonces el fin de la inflación y aparecen Menem y Fujimori, parecidos como dos
gotas de agua, ambos políticos mañosos y
corruptos, para acabar con el flagelo de la inflación.
Fujimori, al iniciar su gobierno, invoca la ayuda de
Dios y el “sálvese
quien pueda” imponiendo el fujishock como respuesta a una inflación del 63% mensual, se devalúa la moneda en un 200%. El precio de la gasolina
sube en un 3000% (¡tres mil por ciento!) y se eliminan todos los subsidios para
bienes y servicios públicos.
A nivel social, se acaba la estabilidad laboral, la
jornada de 8 horas, los contratos colectivos, se congela un salario mínimo en niveles de pobreza y se introduce en la
conciencia de los peruanos que el bienestar de los pueblos depende de su grado
de acptación de la
pobreza porque el país
mejorará si los inversionistas se enriquecen desmedidamente.
Para perpetuar el nuevo sistema
económico,
hacía falta
una nueva Constitución solo
posible por un nuevo Congreso que sea genuflexo al nuevo poder.
Es el verdadero significado del golpe del 5 de Abril
que implantó en el
Perú un sistema cruel que los sucesivos gobiernos, por
algo será, se han negado a modificar un ápice. El líder de la nueva transformación, Ollanta Humala, en realidad solo se transformó él mismo
y hoy no es más que
una geisha de esas que solían
acomodarse en la cama de Fujimori. Es allí donde duerme hoy, ¿No?
Mientras tanto, los fujimoristas, que se sienten
ganadores de las próximas
elecciones, hoy están que
se sacan los ojos entre los de línea
dura, seguidores del 5 de Abril, o “albertistas”, y quienes pretenden
maquillarse de democráticos o “keikistas”. Allí no hay un fujimorismo bueno y otro malo. Cuando un
pedazo de excremento se rompe, no hay un lado bueno y otro malo. Simplemente
hay dos pedazos de m… (Kb).
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