lunes, 28 de abril de 2014

Perseguido por mariposas amarillas

Cabe
No hace mucho, una tía abuela, cuyo hermoso nombre es Ventura, aunque nosotros le decimos Venturita, porque por alguna razón los peruanos preferimos poner los nombres en diminutivo como para mostrarles más afecto, me contó una historia que ustedes dirán si es o no fascinante.
La tía Venturita, como mi madre, es de Pueblo Nuevo de Colán, ubicado al norte del Perú, de clima ecuatorial, un pueblo macondiano como muchos otros regados por toda América Latina. Tía Venturita un buen día recordó que por allá, por los años 20, se produjo un diluvio en su tierra. Llovió tanto y tan apretado que nunca se supo cuando era de día o de noche y la gente se olvidó de contar los días. El mar creció de tanta agua que cayó del cielo inundando varios kilómetros de costa. Cuando el diluvio terminó y las aguas de mar se retiraron lo hicieron con tanta rapidez que los peces no pudieron regresar con la misma velocidad y muchos quedaron enfadados saltando y maldiciendo sobre la tierra.
El pueblo sintió que la gracia divina los gratificaba con la multiplicación de los peces y se dedicaron a capturarlos y salarlos con lo que tuvieron alimento para una larga temporada. Pero muchos peces quedaron sollozando sobre la arena sin que hubiera alguien que se condoliera de ellos y los llevara para la sartén.
Pasados los días, la podredumbre espantó a los pobladores que tuvieron que ingresar tierra adentro para escapar de la fetidez. Fueron seguidos por millones de grillos nacidos con el apogeo de la lluvia. Pero “los grillos bandidos, guá, comían de todo, se tragaban nuestras ropas, mantas, muebles, todo lo que hallaran a su paso”, explicaba la tía Venturita. Pero como todo tiene solución “menos la muerte”, aquellos que criaban gallinas descubrieron que los grillos eran un manjar para las aves y el pueblo entero pasó semanas capturando grillos. Se llenaban latas enteras, de esas que traen aceite, con el bendito insecto que cayó del cielo y nunca se vio como entonces tanta gallina obesa caminando oronda por las calles del pueblo.
Las noches en Pueblo Nuevo de Colán se hicieron deslumbrantes, el resplandor que llegaba de las orillas era inacabable. Nadie podía dormir con tanta luz y las gentes se dedicaban a contar cuentos y chistes para entretenerse a ver si en algún momento caía el sueño. “Será que porque los peces tienen mucho fósforo” era como estos hombres y mujeres de campo se explicaban así la incandescencia. Hasta que un día sucedió. La luz reluciente se transformó en fuego elevando terriblemente la temperatura de la zona que de por sí sobrepasa los 40 grados. “Era tan alta la temperatura que los zancudos se acojudaban y se caían solos por el sueño que les daba el calor”.
La tía Venturita, que prometió contar más historias de su pueblo, al final de este relato recordó una canción que hablaba de esos tiempos. ¿Cómo no iba a musicalizarse tremendo recuerdo?
Cuento esto porque ya se ha dicho hasta la saciedad que el Gabo no inventó nada, que Cien años de soledad era un vallenato muy largo, pero muy cierto, como la historia de la tía Venturita que yo hubiese querido escuchar cuando era niño y no cuando ya perdí el tren que pudo llevarme a la literatura.
Las gentes snobs de esas que andan buscándole tres pies al gato, dicen que eso es realismo mágico. A Vallejo por escribir “serpentínica u de turronero enjirafado al tímpano”, que era su manera de describir a un vendedor de turrones que pasaba todas las tardes por la pensión en la que el poeta vivía y que gritaba turrroooun, lo calificaron de “surrealista”.
No importa lo que digan. El Gabo sigue vigente porque la gente del pueblo sigue jugando con el idioma cada día que pasa y con humor, de ese que es atrevido en los velorios, convierte el drama de vivir en el capitalismo y ser patio trasero del imperialismo más despiadado de todos los tiempos, en una tragicomedia, “porque de algo hay que reirse”.
Por eso, porque revolucionó un idioma que antes de él era la más muerta de las lenguas vivas, porque elevó el habla popular a niveles de premio Nobel de la literatura, es que nuestro Gabo, es un revolucionario.
Porque su identidad con el pueblo está en su humor de calle. Porque su gracia para hablar, para describir las cosas y sus propias anécdotas están llenas de amistad y calor humano, como cuando quiso comprar un piano “de cola” y al momento en que el vendedor le pregunta ¿de qué tamaño lo quiere? Gabo contesta “como para doce personas”, enfatizando en que la utilidad del piano está en su capacidad para sociabilizar.
Es tan vigente y universal el Gabo que sus ideas llegan fácil a los niños. Mi hija Gabriela de apenas 11 años, lleva ese nombre en homenaje al Gabo, y odia las tareas escolares, (yo le doy la razón), se sintió muy contenta cuando le conté una explicación del escritor: “yo interrumpí mi educación cuando mis padres me enviaron a la escuela”. Es que en un mundo cada vez más excluyente, no es un secreto que la educación escolar es como forzar a los niños a cargar un burro muerto. Porque no enseña, confunde. De allí que muchas expresiones de Gabo suenen como extraídas de la crítica al sistema social.
Por mi parte, siento el interno placer de haberlo visto y estrechado sus manos cuando presentó su libro 100 Años de Soledad en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional de Ingeniería, en Lima, Perú, 1967, donde entonces yo estudiaba. Recuerdo que alguien le preguntó, por qué los nombres de los personajes se repetían, él contestó repreguntando ¿Hay alguien aquí que no se llame como su padre? Otro estudiante preguntó ¿Cómo es que siendo un largo retrato de muchos personajes, su libro evoque la soledad? Como respuesta contó una anécdota muy cómica, pero la seriedad del tema ha seguido su curso a través del tiempo.
Es que hay soledades que no necesariamente se parecen a la de Robinson Crusoe, perdido en una isla desierta. En el individualismo que fomenta el sistema capitalista, el ser humano se encuentra más solo que nunca, y lo que es peor, enfrentado a otros de su misma especie en la lucha desigual por sobresalir. Empujado a una competencia que pisotea todos los afectos que forman parte de la naturaleza humana el ser humano se deshumaniza y se ahoga en soledad. Es como la soledad del dictador, narrada en El otoño del patriarca pero también, la soledad de todos como el Gabo mismo lo expresara al recibir el Premio Nobel, en su discurso La soledad de América Latina: «La interpretación de nuestra realidad a través de los patrones, no los nuestros, sólo sirve para hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios»
Aunque los achaques del tiempo lo fueron apagando de a pocos, nunca dejó de estar presente para poner ese toque de humor y alegría que tanta falta hacen para enfrentar al sistema que insiste en hacernos creer que la vida es un valle de lágrimas y que más allá está en paraíso, mientras tanto, quienes tienen la sartén por el mango siguen acumulando riquezas y poder en una larga carrera que, irónicamente, los lleva a la destrucción del planeta. Como que están matando la gallina de los huevos de oro ¿No?
En fin, nos quedamos con el humor y la alegría del Gabo. La alegría que hace soportable la lucha para hacer el cambio. La alegría que se necesita para vencer. En la patria quechua que los peruanos llevamos en nuestro corazón andino, se decía de la muerte que es apenas un paso a la vida siguiente que es la eternidad. Por eso estoy seguro que siempre sentiremos su presencia contagiándonos la magia de su humor. Por lo infinito del tiempo.

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