domingo, 6 de abril de 2014

Una ventana a la crisis de la izquierda independiente

Reseña de Entre la reinvención de la política y el fetichismo del poder, de Miguel Mazzeo, por Martín Mosquera y Facundo Nahuel Martín, extraída de democraciasocialista.org
Hace poco más de un mes apareció en la web un nuevo trabajo de Miguel Mazzeo, Entre la reinvención de la política y el fetichismo del poder. Cavilaciones sobre la izquierda independiente argentina. Distribuido online en formato PDF, el libro no posee ninguna referencia editorial, tapa u otro tipo de diseño en particular.
Por lo escueto de su distribución y presentación podemos decir que el escrito, prologado por Sergio Nicanoff, no oculta sus objetivos precisos: intervenir en el fragmentado, caótico, confuso y (nos permitimos agregar) por momentos desesperante panorama de la “izquierda independiente” argentina. Mazzeo expresa con crudeza, honestidad y lucidez las desviaciones, taras y retrocesos de este joven espacio político, al que –como él– pertenecemos. Nos interesa reseñar su contribución por la claridad con que expone las principales dificultades experimentadas por el conjunto de la nueva izquierda argentina, cuya actual crisis amenaza con destruirla políticamente en los albores de su nacimiento.
El libro de Mazzeo es una saludable advertencia contra los peligros de las dos deformaciones políticas que más poderosamente obturan la consolidación de una nueva izquierda en nuestro país: el fetichismo de la militancia de base (“basismo” en la jerga militante) y el populismo reformista. Coincidimos con Mazzeo en que, si estas dos desviaciones simétricamente contrapuestas no son superadas, la nueva izquierda argentina se desdibujará ya en un manojo de movimientos barriales marginales, ya en la emergencia desteñida de uno o dos nuevos partidos de centroizquierda, ya en una combinación de ambas cosas.
Por un lado, en la nueva izquierda argentina persisten aún (aunque cada vez menos) los prejuicios anti-políticos, espontaneístas y desideologizantes de lo que Mazzeo llama “corporativismo”. Ese “corporativismo” tiende a la fetichización de la militancia de base como ámbito privilegiado de construcción y disputa, ignorando o subordinando la integralidad de la lucha política, incluyendo la disputa electoral y la construcción global de una apuesta anticapitalista para el momento actual. El fetichismo de la militancia de base que insiste en parte de los movimientos sociales ha refrenado y dificultado la consolidación de un espacio político integral, audaz y dinámico que pueda trascender la construcción cotidiana en un sector específico de la clase trabajadora para dar lugar a la formación de una apuesta política anticapitalista, global y radical para nuestro pueblo.
Por otro lado, la reciente “politización” de la nueva izquierda se ha desarrollado asociada al peligro del reformismo. El grueso del libro de Mazzeo se dedica a cuestionar la deriva de parte de la izquierda independiente hacia la adopción más o menos acrítica de las formas, tiempos y estilos de la “política de los de arriba”: electoralismo pragmático, desfiguración de las referencias populares, plebeyas y revolucionarias, “lavado” del discurso, reemplazo de las consignas anticapitalistas por programas de gestión “progre” de lo existente, intento sistemático por separarse de todo programa propiamente de izquierda y construcción de una propuesta electoral que se ubica apenas unos grados a la izquierda del oficialismo. Esta desviación reformista y populista, presente especialmente en el perfil de campaña que tuvo Camino Popular en la Ciudad de Buenos Aires, tiende a asimilar a la nueva izquierda a una variante más de la “vieja” centro-izquierda, que en sus formatos peronistas o socialdemócratas ha sido históricamente incapaz de formular un proyecto de cambio social radical y global para nuestro pueblo. El pragmatismo posibilista prepara a la progresía parlamentaria para subordinarse a construcciones frentistas con direcciones burguesas que más temprano que tarde mellan todo filo emancipador en sus propuestas programáticas. Al mismo tiempo, por fuera de esas alianzas más o menos abyectas, el discurso desdibujado y la falta de referencias ideológicas radicales y plebeyas condenan a la centro-izquierda a la marginalidad testimonial.
Mazzeo lanza, pues, una lúcida y sana advertencia contra las dos desviaciones simétricas del “basismo” despolitizante y el populismo oportunista. Sin embargo, creemos que al libro le falta una parte de lo prometido en el título: las claves para la necesaria reinvención de la izquierda independiente se encuentran escasamente presentadas en sus 90 páginas de escritura abigarrada. Encontramos, sí, una clarificación de las bases históricas del proyecto de la izquierda independiente argentina: protagonismo popular, antivanguardismo, prefiguración del socialismo, recuperación de las diversas identidades plebeyas nuestramericanas. Consideramos que todo eso es correcto. Pero la reinvención a la que se hace referencia en el título no es ociosa, sino que marca una necesidad profunda del espacio de la nueva izquierda. Una necesidad que, creemos, el libro no llega a colmar. Las transformaciones históricas ocurridas desde aquellas seminales jornadas del año 2001 hasta hoy no permiten que el proyecto de la “izquierda independiente” tal y como se formuló en sus orígenes siga su curso sin reformulaciones y replanteos indispensables cuya necesidad se manifiesta en la “crisis” actual.
Muchas de las imprecisas coordenadas identitarias con las que la “izquierda independiente” se fue construyendo cobraban su sentido preciso en un contexto ya pasado de la lucha de clases en nuestro país: la crisis del neoliberalismo. El abstencionismo electoral, la cultura de la resistencia antes que de la ofensiva y la propuesta estratégica, el rechazo frontal de todo cuanto proviniera del Estado, la indiferencia con respecto a la militancia sindical y el privilegio casi exclusivo del territorio como ámbito de disputa son algunas de las notas bajo las que la “izquierda independiente” se fue gestando desde fines de los años 90 en nuestro país. Durante la crisis del neoliberalismo, cuando la movilización de masas volvía a ponerse en pie tras años de derrota histórica, tal vez fuera un acierto táctico concentrar todos los esfuerzos en la construcción territorial y la lucha callejera de masas, dejando en segundo plano las definiciones político-programáticas y las disputas superestructurales.
Hoy, tras diez años de recomposición del Estado capitalista, enfrentamos la necesidad de preguntarnos por la integralidad del poder popular, por la combinación entre la ampliación de los órganos de base fundados en el protagonismo directo del pueblo trabajador y el despliegue de las iniciativas políticas (incluso superestructurales) que den la mayor proyección y dinamismo a la lucha de clases. No podemos seguir pregonando un rechazo frontal del Estado o pretendiendo que todas las conquistas se obtendrán en la calle ni que hay condiciones para “politizar” directamente cualquier lucha reivindicativa. Si el Estado neoliberal tenía muy poca capacidad (o voluntad) para responder a los reclamos populares y eso hacía que cualquier reivindicación pudiera politizarse rápidamente; el ciclo de luchas de la resistencia al neoliberalismo impuso nuevas condiciones para la reproducción del capitalismo argentino. El cambio de la correlación de fuerzas forzó una modificación de la forma de Estado que pudiera garantizar del compromiso entre clases. El kirchnerismo logró relanzar (aunque con grandes debilidades) el rol del Estado como árbitro entre sectores. La construcción de hegemonía por parte del gobierno modificó la manera como el Estado se presenta frente a los sectores populares: ya no como un agente inmediato del capital, sino como el asegurador de un acuerdo tenso, pero “vivible”, entre las clases. Pasados diez años de las jornadas de 2001, afirmar que participar en la disputa parlamentaria constituye necesariamente una claudicación política nos lleva al sectarismo, alejándonos de la experiencia y los avances concretos de los sectores populares.
La alteración de la “forma-estado” que protagonizó el kichnerismo puso en evidencia el agotamiento de la fase puramente “social-movimientista” del actual ciclo de luchas. Pero en una coyuntura donde el débil “compromiso de clases” que encaró el peronismo durante esta década empieza a agrietarse –y, por tanto, donde es dable esperar un relanzamiento de la lucha callejera y reivindicativa– es importante reconocer la importancia estratégica (no sólo táctica) de la dimensión política de la lucha de clases, y no reducir su pertinencia a un periodo caracterizado por la hegemonía de un Gobierno semi-bonapartista.
Este debate, a la vez, nos enfrenta a una interrogación más profunda: debemos repensar globalmente el rol del Estado en nuestras hipótesis estratégicas para la transición al socialismo. Avanzadas experiencias latinoamericanas como el proceso bolivariano en Venezuela, así como experiencias de otras partes del mundo como el SYRIZA en Grecia, nos exigen repensar seriamente el rol del Estado en la transición al socialismo. Tradicionalmente, la izquierda anticapitalista y clasista priorizó una delimitación estricta frente a las corrientes antiimperialistas, privilegiando la consolidación de nucleamientos políticos más estrechos, pero férreamente anclados en la perspectiva revolucionaria. Los escenarios complejos del cambio social en la etapa actual nos exigen mantener una articulación más compleja entre independencia organizativa (y de clase) y posibilidad de apoyos parciales a gobiernos de orientación antiimperialista que, sin lograr una ruptura total con la burguesía, favorezcan procesos de radicalización social y política. Entendemos que esos gobiernos pueden coadyuvar a la larga acumulación de fuerzas de las clases subalternas en las tareas preparatorias de la ruptura revolucionaria, aún cuando su sentido histórico está abierto y no hay garantías de éxito al respecto. Ello nos exige distinguir rigurosamente los reformismos llanamente burgueses (como el kirchnerismo), que son funcionales a la reproducción de la dominación social; de los gobiernos populares y radicales, como el chavismo, con los que es necesario mantener una articulación compleja, sin sectarismos ni seguidismos.
Más allá de que está por encima del horizonte de nuestra etapa política, no descartamos que en circunstancias futuras la ruptura revolucionaria provenga tanto desde los órganos de poder popular construidos pacientemente desde abajo como desde posiciones acumuladas en el seno del propio Estado, que puedan profundizar sus contradicciones estructurales empujando el salto hacia el socialismo. Hoy la lucha política debe darse en forma integral dentro, contra y más allá del Estado. Dentro del Estado, porque éste también ofrece ámbitos de contradicción en los que la iniciativa de los de abajo se consolida y profundiza. Contra el Estado, porque entendemos que la izquierda de aspiraciones revolucionarias no puede ignorar la necesidad de romper con el Estado burgués para construir nuevas formas de administración del poder en la sociedad. Y más allá del Estado porque reafirmamos la importancia estratégica de las construcciones de base, los órganos de poder popular, como medios y fines fundamentales de la lucha contra el capital.
En síntesis, la “izquierda independiente” padece una crisis táctica y estratégica. Crisis táctica porque no supo reinventarse para enfrentar con armas adecuadas el ciclo kirchnerista, al que sólo está aprendiendo a leer cuando éste llega a su fin y las condiciones mutan rápidamente. Crisis estratégica, porque definiciones históricas del espacio (como “socialismo desde abajo”) se revelan insuficientes para pasar de la resistencia a la ofensiva, del rechazo ético del capitalismo y la construcción cotidiana de nuevos lazos sociales, a la estrategia política. Abandonar definiciones simplificadoras, ligadas aún a la quimera de que se podría “cambiar el mundo sin tomar el poder” y elaborar una estrategia revolucionaria lúcida para nuestro tiempo nos exige encarar un debate serio y profundo sobre el rol del Estado en la transición al socialismo. Y sólo podremos dar ese salto al pensamiento estratégico en la medida en que, como venimos insistiendo, evitemos las desviaciones equidistantes del “basismo” y el reformismo.
El libro de Mazzeo, que intentamos comentar en estas líneas, ofrece una saludable y progresiva intervención contra las principales deformaciones que aquejan a nuestro joven y volátil espacio político. Sin embargo, sospechamos que muchas de sus inflexiones argumentativas extreman la reacción contra el reformismo, el populismo y el oportunismo, recuperando giros que por momentos caen en la mera reafirmación de las coordenadas históricas de una izquierda independiente que ya no puede existir sin transformarse seriamente. Por ejemplo, ¿por qué sostener que “una referencia político-electoral tiene sentido (para una fuerza emancipadora) si sirve a lo social, más aún, si se subordina”? (pág. 50). Si nos tomamos en serio las hipótesis estratégicas que esbozamos arriba (y que, creemos, Mazzeo comparte), ¿por qué conceder el privilegio de la radicalidad revolucionaria a la militancia de base, desconociendo la necesidad de la radicalidad en la intervención electoral, la disputa parlamentaria y la gestión estatal?
Si por un lado es necesario revisar críticamente las formas en las que las lógicas aparatistas de la izquierda tradicional subordinaron toda lucha social a los “intereses del Partido”, esto no debe hacerse al precio de desnaturalizar la potencialidad de la dimensión política de las luchas emancipatorias. Esta dimensión se vincula a la elaboración de sentidos y la disputa por la hegemonía, a la construcción de un bloque histórico que supere los particularismos, al manejo de los tiempos y contratiempos, de las oportunidades que “a cada segundo pueden ser la pequeña puerta” (Benjamin) hacia una nueva relación de fuerzas. La política es el momento de condensación de las correlaciones de fuerza entre las clases. Es el campo donde, con relativa autonomía de la existencia ciega y automática de la vida social, se articulan, construyen y disputan los sentidos y los valores que organizan nuestra experiencia del mundo, ya sea en un sentido opresivo o emancipatorio. La política, entonces, tiene sus reglas y su propia eficacia. Son pertinentes los alertas de Mazzeo respecto al peligro de pretender superar el déficit político de la nueva izquierda con un regreso a las formas clásicas de la política, en última instancia de contenido burgués. Pero no hace falta para ello recuperar la concepción mítica de la reabsorción de lo político en lo social, a la que Mazzeo recurre por momentos. Paradójicamente, una concepción que pone a la construcción social como el único criterio evaluativo de la acción política puede funcionar secretamente como justificadora de la peor real-politik y dar lugar a un peligro complementario a los ya señalados (que está lejos de las intenciones de Mazzeo, pero no de las derivas posibles en la impredecible nueva izquierda): la eventual conciliación de una retórica basista y radical respecto a la lucha social, con un oportunismo electoral o político ilimitado, amparado en la excusa de que la política superestructural es “lo otro” de nuestra construcción. Algo de esto pudo encontrarse, años atrás, en un sinfín de experiencias autogestivas, de perfil autonomista, que empalmaron “desde abajo” con el kichnerismo sin mayores inconvenientes. La política superestructural puede ser sumamente pragmática y oportunista en la medida en que se la entienda como un complemento exterior a la construcción social y de base.

En la escritura de Mazzeo persiste aún mucho del proyecto político de la resistencia al neoliberalismo, hoy objetivamente agotado. Si bien esos giros pueden justificarse como reacción ante las decepcionantes derivas reformistas manifestada en las elecciones de 2015, el libro provee pocos elementos para la necesaria reinvención de la nueva izquierda. Esa reinvención, repetimos, nos exige una extrema originalidad estratégica, similar a la experimentada en las históricas jornadas de lucha del año 2001, cuando nuestro pueblo se lanzó a tientas, sin guías y sin manuales, a reinventar sus formas de lucha y organización. “Socialismo desde abajo” fue el límite al que llegó la reelaboración política de entonces. Hoy necesitamos nuevas definiciones y nuevas hipótesis para el cambio social. Y sabemos que sólo podremos formularlas si evitamos tanto reafirmar prejuiciosamente la prioridad de la militancia de base, como caer en la vía facilista, pero derrotada de antemano, del progresismo, el reformismo y el populismo sistémico.

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