Hipótesis
sobre la organización política
Martín Mosquera y Tomás Callegari
El presente
texto fue publicado en el número cero de la Revista Contra-tiempos. Actualmente
está en prensa el siguiente número de esta revista y en preparación el sitio
web.
Introducción a una problemática
Este texto
pretende ser una introducción a un trabajo teórico de largo aliento sobre la
cuestión de la organización política en la historia del movimiento socialista y
la tradición marxista. Intentaremos avanzar con cautela y precaución en un
terreno sedimentado por un siglo de polémicas y donde se anudan algunos de los
dilemas más significativos de la estrategia socialista.
Las actuales discusiones sobre la “forma-partido”,
la crítica a las organizaciones burocráticas y el rechazo a la centralización,
no son una novedad en el movimiento socialista. Más allá de lo abusivo de
ciertas críticas, éstas señalan dificultades reales de la práctica política y
puntos ciegos de la teoría marxista a atender cuidadosamente por parte de
cualquier intento serio de renovar las aspiraciones emancipatorias. Es
recurrente en la historia del movimiento obrero que en paralelo a la
degeneración burocrática de organizaciones políticas o experiencias
revolucionarias surjan como reacción concepciones ingenuas que, apelando a
algún tipo de unificación espontánea de las luchas sociales, buscan volver
superflua la mediación estrictamente política. Aparece, entonces, la siempre
renovada tentación de proponer una vinculación directa, inmediata, entre el
sujeto social y su praxis política, cultural y productiva, como simple solución
a la “cuestión burocrática”, reactivando el tópico idealista de la reabsorción
de lo político en lo social. De este modo, en rigor no se resuelve el
grueso problema teórico y político que constituye el fenómeno de la burocracia
para toda perspectiva emancipatoria, sino que se anula el terreno en el que
cobraba sentido como problema.
El activismo surgido durante la última década
desarrolló una fuerte desconfianza respecto a la lógica partidaria. Este
rechazo es previsible si reparamos en los rasgos sectarios y burocráticos de la
izquierda tradicional, así como el impacto del fracaso de las experiencias del
“socialismo real”, con sus partidos únicos y sus lógicas autoritarias. Frente
al progresivo desencanto con este espontaneismo, que lleva a cuestas la
frustración de las ilusiones más ambiciosas que surgieron al calor de la
movilización de 2001-2002, se corre el riesgo de pretender volver a un
“centralismo puro”, sin beneficio de inventario. Las mieles de la
centralización “redescubierta” por el nuevo activismo puede recaer en una
subestimación de los perpetuos riesgos del vanguardismo, el burocratismo y el
sustituismo del movimiento de masas.
Si bien es comprensible el recelo ante la
organización partidaria, resulta excesivo responsabilizar a la “forma-partido”
como tal del devenir burocrático de las tentativas revolucionarias del siglo
pasado. La tendencia a la burocratización se asienta, más bien, en
fenómenos de largo alcance histórico, como son la autonomía del campo político,
la dinámica de la división social del trabajo y la creciente complejidad de las
sociedades modernas. Su imbricación con los procesos sociales generales,
donde encuentra en la inercia de la vida social su complemento necesario,
vuelve impensable el diseño de una ingeniería organizativa que permita
desterrar de antemano los riesgos del sustituismo. Las organizaciones sin
estructuras estables no están más a salvo de las cristalizaciones burocráticas
que los partidos políticos[1]. Esto no significa que las formas organizativas
de las que se doten las clases subalternas sean neutras respecto a sus
resultados. Luego de un siglo de miserias burocráticas surgidas desde el seno
de las tentativas revolucionarias, debemos advertir que la más amplia
democracia y la auto-actividad popular han de ser el fundamento de cualquier
proyecto de emancipación. Partiendo de este suelo común, nuestro problema
consiste en identificar el lugar, el rol y la fisonomía de la, o mejor dicho,
las organizaciones políticas que intervienen en todo proceso de construcción
anticapitalista.
A los fines de aportar a la actualización de la
teoría sobre la organización política retrocederemos hacia algunos de los
momentos que establecieron las coordenadas fundamentales de la concepción del
partido y su relación con los movimientos de masas en la tradición marxista
(Marx, Kautsky, Lenin, Luxemburgo, Gramsci). Un juego de oposiciones atraviesa
este largo debate: espontaneidad/conciencia, clase/partido,
movimiento/institución. Estas oposiciones suelen proyectarse hacia dos
concepciones organizativas diferentes: el partido como auto-organización
política del conjunto de la clase y el partido como destacamento de vanguardia
de los obreros más conscientes y los intelectuales socialistas. Estas “dos
almas” de la teoría marxista del partido político, por supuesto, conllevan sus
estrategias revolucionarias correspondientes.
Sin ninguna pretensión de síntesis ecléctica, en el
presente trabajo intentaremos reexaminar críticamente ambas concepciones para
lograr desplazarnos hacia un terreno donde se debilite la polaridad excluyente
entre ambas propuestas organizativas. Intentaremos mostrar que reconocer la
multiplicidad y complementariedad de los instrumentos organizativos de las
clases subalternas resulta decisivo para una estrategia socialista que sea, a
la vez, estrategia de desgaste y de enfrentamiento. Y en esta multiplicidad
tanto los movimientos amplios, transitorios y laxos como las organizaciones
centralizadas de cuadros cumplen un rol, no necesariamente contrapuesto o
excluyente. También intentaremos mostrar, en algunas de las experiencias más
decisivas de la lucha de clases del siglo pasado, que la historia del
movimiento socialista presenta, al revés de las interpretaciones canónicas,
momentos de articulación entre ambas formas organizativas.
No buscamos acercarnos a ninguno de estos temas,
autores o experiencias con una pretensión de análisis exhaustivo. Más bien
queremos comenzar a dar forma a algunas hipótesis que permitan repensar la
cuestión de las herramientas organizativas en las condiciones sociales y
políticas actualmente existentes.
Marx y las
organizaciones obreras. Espontaneísmo y partido-clase
Las
concepciones espontaneístas tienen una larga historia en la filosofía
política y el marxismo, y pueden remitir a dos fundamentos diferentes: o bien
se considera que una determinación objetiva externa a la acción política de los
hombres (como las anónimas fuerzas productivas) “hacen todo el trabajo”,
o se postula cierta armonía preestablecida de las relaciones humanas, cierta
disposición originaria inhibida del sujeto social, de modo que para alcanzar la
emancipación sólo hace falta despojarse de las instituciones que,
rousseneanamente, estropean la bondad natural, el “comunismo” espontáneo de las
masas. Como veremos, en la obra de Marx podemos encontrar ambas versiones de
este razonamiento que soslaya el lugar diferenciado de la política como un
campo autónomo e irreductible. Desde un enfoque hegeliano, la concepción de lo
político como mera forma expresiva de lo social impone a Marx la tendencia a
reducirlo a resultado pasivo de un proceso que le es exterior. En ambos
casos, la “emancipación humana” se identifica con la extinción del Estado y la
desaparición de la política como tal[2].
Ya tempranamente Marx, tal como lo enuncia
explícitamente en el Manifiesto comunista, fue contrario a la idea de fundar o
participar de lo que hoy denominaríamos, después del bolchevismo, un “partido
revolucionario” en sentido estricto. No se preocupaba por crear organizaciones
que se ajustaran a sus ideas, sino que se unía a las organizaciones obreras
existentes con el objeto de influirlas y ganarlas para las posiciones del
socialismo científico. La determinación del ser social contenía por sí misma el
acceso consciente, más o menos demorado, a la opción política por el comunismo.
Por tanto, la tarea política de los comunistas consistía en mezclarse entre los
trabajadores, en las organizaciones más dinámicas, con cierta independencia de
su programa explícito, facilitando la expansión de las posiciones
revolucionarias aun en el seno de las organizaciones con direcciones pequeño
burguesas o reformistas. Complementariamente, no puede encontrarse en la obra
de Marx una teoría sistemática y articulada sobre el partido o la organización
política. Como han señalado sucesivos autores, la cuestión del partido se
enmarca en el déficit más general relativo a la inexistencia de una teoría
marxista específica sobre la política (es decir, sobre el Estado, la representación,
el derecho, la organización), que acompaña la subestimación del lugar propio de
la mediación partidaria.
En el joven Marx, el ser genérico, de raíz
feuerbachiana, le permite identificar la realidad social como el reflejo
dialéctico, alienado, de una unidad desgarrada: ya no la Idea especulativa de
Hegel, sino la naturaleza humana como sociabilidad armónicamente libre. Dice
Marx en los Manuscritos de París: “El hombre es un ser genérico, no sólo porque
práctica y teóricamente convierte en objeto suyo al género, tanto al propio
como al de las restantes cosas, sino también (…) porque se relaciona consigo
mismo como con un ser universal y, por ello, libre.”[3]. Cada hombre individual
es un ser que lleva en sí la totalidad de la esencia humana, ya plenamente
constituida; en razón de lo cual se entiende que lleve también en sí, ya
plenamente constituidas, las condiciones necesarias y suficientes para la
redefinición de sus relaciones sociales de manera espontáneamente armónica,
autónomamente libre, y esencialmente universal.
Una vez identificado el momento de la unidad (el ser
genérico) y su “ruptura” (su objetivación alienada en la sociedad de clases),
se puede proyectar el nivel superior de la “recomposición” que lleve a cabo la
“negación de la negación”, es decir, una sociedad plena que se ajuste
cabalmente a la naturaleza del hombre, una realidad social que se atenga
íntegramente a su verdad. “Marx llama, en la Cuestión judía, “democracia” a
este punto de partida, modelo-esencia que sirve de referencia antitética de lo
realmente existente (el “Estado abstracto”): un régimen de convivencia
igualitaria donde los nexos interhumanos se universalizan directamente, sin
necesidad de la mediación artificial de la política, donde el hombre se refleja
sin contradicción”[4]. El hombre de la “democracia”, o el comunismo, no
necesita de la política ni del Estado, porque en tanto puede expresar su
esencia sin contradicciones, ha retornado a su unidad perdida, a la vinculación
plenamente armónica con la sociedad universal sin mediaciones. Lo
político en la “sociedad transparente” se reduce, en la línea del positivismo
saintsimoniano, a la dimensión técnico-administrativa de la “gestión de las
cosas”, entendida como la antítesis superadora de lo político como “dominio de
los hombres”.
El Marx maduro, que deja atrás en buena medida el
lenguaje humanista feuerbachiano, parte de una fuerte previsión sociológica que
lo conduce a conclusiones similares por otros medios. Marx supone que el propio
desarrollo capitalista iría haciendo madurar naturalmente al proletariado en su
constitución como sujeto social y político. En la medida en que se profundizara
el desarrollo capitalista se simplificaría la estructura social y se unificaría
la clase obrera, facilitando la toma de conciencia y la organización. La
transparente continuidad entre la posición social y la opción política
garantizaba la espontánea convergencia revolucionaria del proletariado
unificado por el programa común de sus verdaderos intereses. Un fuerte
“optimismo del intelecto” dictaba que el desarrollo industrial estaba
conduciendo a una crisis económica, a la par que crecían exigencias en el seno
del capitalismo incompatibles con él, según la fórmula de que el desarrollo de
las fuerzas productivas chocaría y superaría a las relaciones sociales
burguesas de producción en una contradicción última y definitiva. De esta
forma, el proletariado se expresaría inmediatamente como fuerza revolucionaria,
sin la ayuda de una mediación política “exterior”.
Con estos presupuestos, Marx aborda la cuestión del
partido político. Es así que el partido no puede tener para él carácter
alguno de exterioridad respecto de la clase misma. Por el contrario, para Marx
el partido es el mismo proletariado organizado políticamente en la medida en
que asume sus intereses y se eleva al nivel de sus tareas históricas. El
significado del término “partido” indicaba, en este sentido, no una determinada
organización instituida, sino el rol histórico y político que la clase tenía
por sí misma, dado su ser social específico: una u otra organización política
surgida de su seno podía ser la expresión contingente y variable de ese
partido. Del mismo modo en que la nueva sociedad no segregaría un Estado
propio, por fuera de su ser social inmediato, el proletariado en lucha tampoco
produciría una institución aparte, distinta de su existencia inmediata. “Si en
Marx, por consiguiente, no hay una teoría del partido, es porque en su teoría
de la revolución no existe necesidad de ella ni espacio para la misma”.[5]
Marx diferencia entre el “partido efímero”, las
diversas organizaciones políticas del proletariado, y el “partido histórico”,
la clase obrera en su devenir sujeto, a la vez que casi los vuelve
indistinguibles. El primero es la forma provisoria y transitoria del segundo.
Así, con Marx se inicia una concepción del partido que piensa a éste como el
movimiento hacia la auto-organización política de toda la clase obrera, en base
a una virtual indistinción entre la fuerza social (la clase) y el agente
político (el partido).
Una lógica común en la concepción de lo político (y
por tanto del partido) subyace a las orientaciones estratégicas que primaron en
las experiencias de la I y II Internacional, a pesar de los evidentes
desplazamientos organizativos y programáticos. Ambas basaron sus estrategias en
una visión del partido como expresión inmediata de la lucha de clases y del
estadío vigente del capitalismo. Según este modelo, el rol del partido
tiende a reducirse a tareas pedagógicas, de propaganda, de acompañamiento y sistematización
de la experiencia de las masas y de las múltiples luchas en curso. De esta
manera, los grandes partidos socialdemócratas europeos del siglo XIX encaran
tareas educativas e ideológicas en el seno de la clase trabajadora que los
convierten en fuerzas de masas e inmensos aparatos políticos, casi
indistinguibles del movimiento obrero mismo, tanto en su extensión como en su
heterogeneidad ideológica. El marco estratégico social-demócrata no pasaba por
la búsqueda de la confrontación directa con el Estado burgués sino por un
gradual desgaste de sus condiciones de posibilidad. Decía Kautsky, “la
socialdemocracia es un partido revolucionario, no un partido que hace
revoluciones”.[6]
A tal punto el partido es concebido a lo largo de
todo este período como la cáscara residual del desarrollo espontáneo e
inmanente del agente real de la historia que Engels llega a preguntarse en 1891
si la clase obrera alemana no podría prescindir del Partido Socialdemócrata, si
no haría mejor en deshacerse de esa “banda de burócratas” que integraban la
dirección del partido y arreglárselas por su cuenta, liberada de su
jurisdicción y su guía[7].
Innumerables veces cuando se quiso encontrar un
refugio o un punto de referencia para una concepción socialista de la
organización alternativa a las formas dominantes (al paradigma leninista de
partido, ante todo) se creyó encontrarla en el retorno a los mismos textos del
viejo y buen Marx (Luxemburgo, Pannekoek, Hal Draper). ¿Quedan, sin más,
comprometidas estas concepciones fuertemente centradas en la auto-actividad de
la clase obrera, críticas de todo sectarismo o sustituismo, en tanto parte
orgánica de un cuadro general donde no se identifica el lugar diferenciado de
la política?
Para Marx las organizaciones políticas particulares
del proletariado siempre son instrumentos transitorios, que en ciertas
coyunturas permiten apuntalar el avance de la clase obrera, “el partido
histórico”. Nunca una organización política particular constituye una forma
acabada, un modelo organizativo consumado, sino expresiones circunstanciales
del movimiento real de la clase obrera. Incluso, la idea misma de una forma
organizativa consumada sería, para Marx, un oxímoron, un artificio
anti-histórico. Los partidos obreros son la forma de expresión, siempre parcial
e imperfecta, del sujeto social emergente. De allí la furibunda crítica de Marx
a los sectarios y utopistas, a los que pregonan verdades eternas al margen del
movimiento vivo de las luchas reales, aquellos “alquimistas de la revolución”.
Más allá de la ingenua tendencia a la identificación
entre el partido y la clase, entre lo político y lo social, encontramos
poderosas intuiciones que alertan respecto a los peligros del vanguardismo y el
sustituismo. La organización revolucionaria debe considerarse permanentemente
al servicio de una lucha que tiene “sus momentos propios, sus niveles políticos
autónomos”[8]. Esto vale tanto para la autonomía del movimiento social, como
para la relación entre los núcleos ideológicos del marxismo revolucionario y los
movimientos políticos amplios. El partido debe aspirar a establecer formas de
relacionamiento con las organizaciones y movimientos en los que participa que
no se reduzcan a la instrumentalización y la subordinación para no devaluar su
propio programa basado en el creciente protagonismo democrático de las clases
subalternas. Esto implica superar el modelo de la separación necesaria entre el
momento puramente reivindicativo de la lucha social y el momento político como
responsabilidad exclusiva del partido, para pensar la politización como un
proceso multifacético, sin centros monopólicos. Estas advertencias constituyen
una valiosísima referencia para evitar el desplazamiento del sujeto histórico
de la clase a una vanguardia política externa que se erija a sí misma como
único principio de evaluación y regulación del proceso de masas.
El carácter imperfecto y transitorio de la
organización política permite pensar en base a una ductilidad y apertura
organizativa más radical que las frecuentes versiones jacobinas del
partido-vanguardia cerrado sobre su propio auto-discurso. La lucha política
puede adoptar formas muy diferentes, según los contextos y las características
sociales y nacionales. En etapas defensivas, de repliegue y recomposición, la
dimensión política bien puede, por ejemplo, casi indistinguirse con la
construcción social. La mejor continuación de este concepto difuso, dúctil y
procesual que Marx forja sobre la organización política la realiza Hal Draper
en su crítica al sectarismo. “La alternativa [a la forma-secta] era actuar como
una corriente en el movimiento de clase. Debe distinguirse claramente entre
estas dos formas de organización. El movimiento de clase está basado y
cementado por su rol en la lucha de clases. La secta se basa y se cementa en sus
ideas especiales o programa. La historia del movimiento socialista comenzó en
la mayoría de los casos con sectas (continuando la tradición de los movimientos
religiosos). Fue el continuo desarrollo de la clase trabajadora lo que
posibilitó llegar a partidos de masa que también procuraban representar y
reflejar a toda la clase-en-movimiento. El ejemplo del movimiento de clase, en
contraposición a la secta, fue dado por la Primera Internacional: ésta quebró
las líneas sectarias (incluso inicialmente no incluyó el socialismo en su
programa). Los estatutos, presentados por Marx, procuraban organizar el
movimiento de la clase obrera en todas sus formas. Muchas de sus
características fueron continuadas por la Segunda Internacional, a la cual sólo
los sindicatos no estaban afiliados”[9].
Haciendo un balance de las experiencias partidarias
de la posguerra que se consideraban herederas del bolchevismo, sostiene Draper:
“hay una falacia fundamental en la idea de que el camino de la miniaturización
(imitando un partido de masas en miniatura) es el camino al partido
revolucionario de masas. Si se intenta crear una miniatura de un partido de
masas, no se consigue un partido de masas miniaturizado, sino un monstruo. La
razón básica es la siguiente: el principio vital de un partido revolucionario
de masas no es simplemente su programa completo, que puede copiarse sin más que
un activista mecanógrafo y puede ser ampliado o reducido como un acordeón. Su
principio vital es su involucramiento integral como una parte del movimiento de
la clase obrera, su inmersión en la lucha de clases no por la decisión de un
Comité Central, sino porque vive en ella. Este principio vital no puede
imitarse o miniaturizarse; no se reduce como un dibujo animado ni se encoge
como una camisa de lana. Como una reacción nuclear, este fenómeno se produce
únicamente cuando existe una masa crítica, por debajo de la cual el fenómeno no
es menor, sino que desaparece”.[10]
Rosa Luxemburgo es otra continuadora de la lógica
organizativa propuesta por Marx, fundamentalmente a partir de su concepto
de partido-proceso. Pese a cierto arrastre de resabios hegelianos – donde el
proceso se identifica con la exteriorización evolutiva de las determinaciones
que la clase conlleva “en si”[11] -, hay en Luxemburgo una penetrante
intuición crítica respecto a las concepciones organizativas que consideran que
lo que separa un pequeño núcleo político de una dirección revolucionaria de
masas es una mera cuestión cuantitativa. El partido-proceso involucra sus
aspectos cualitativos más íntimos en el transcurso histórico y en la coyuntura
específica de la lucha de clases. Despojado de todo concepto “universal” de
organización política, se arma de una amplia ductilidad táctica y organizativa,
por la cual puede transformarse en partido amplio o estrecho, puede convertirse
en un grupo de propaganda o indistinguirse con el movimiento social, según las
presiones y las características de la etapa.
Nuestra historia reciente brinda un ejemplo
paradigmático de esta lógica en el proceso de recomposición organizativa de las
clases subalternas que se inicia a fines de los noventa. La primera fase de
ascenso de las luchas debió lidiar con un contexto marcado por el más amplio
desarme político y organizativo de los sectores populares, producto de la
derrota histórica que había sufrido la clase trabajadora en las últimas décadas
del siglo. En tal etapa, el surgimiento de las luchas sociales más elementales,
de movimientos reivindicativos sin mayor elaboración programática,
constituyeron una genuina forma de lucha política para un momento en que
lo prioritario pasaba por la regeneración del tejido social y organizativo,
requisito elemental para una posible reconstrucción política del movimiento
socialista.
“Un paso del movimiento real vale más que mil
programas”, va a ser la sentencia que expresa la prioridad estratégica que toda
organización debe fijar en aquello que la trasciende. Esta es el “núcleo
racional” de la intuición de Marx que hay que desgajar de la “corteza mística”
de la identificación del ser social y la conciencia política, y la derivada
pretensión de extinción del Estado. Por su parte, será justamente aquella
indistinción entre clase y organización política lo que cuestionará Lenin,
enfatizando la necesidad de introducir los vectores de la ciencia socialista
“desde afuera” del ser inmediato de la clase trabajadora. Sin embargo, tan
fuerte es la influencia de aquellas visiones espontaneístas que incluso Lenin,
el primer político del marxismo, elabora una concepción del Estado y la política
que se mueve íntegramente en el campo idealista de la reabsorción de lo
político en lo social, retrocediendo sobre sus mejores intuiciones
politicistas. En efecto, a la hora de delinear los trazos gruesos de su teoría
del Estado en el pasaje de la fase socialista a la comunista, Lenin acude
acríticamente en El Estado y la revolución a los planteos gradualistas y
economicistas de Engels sobre la extinción natural del Estado. Una vez abolida
la “contradicción principal” de la explotación del trabajo, destruida por tanto
la ideología que la clase capitalista hacía pesar sobre los trabajadores, el
optimismo de Lenin reposará en la capacidad de la clase obrera para apropiarse
progresivamente del Estado, volviéndolo tendencialmente indistinto respecto de
su ser social. Ninguna necesidad de una táctica específica para la clase
trabajadora en el terreno particular del Estado y la compleja cuestión de la
“contradicción política” sino, nuevamente, la vieja confianza en la
espontaneidad del curso de las cosas, desembarazadas de los obstáculos que
encorsetaban su potencia transformadora.
Tan pesado es el acervo teórico espontaneísta legado
por las tradiciones revolucionarias, que la fuerte intuición política de Lenin
no basta para despejar el misticismo de una teoría que guardaba mayor
coherencia y cohesión con el marco estratégico de la socialdemocracia que con
la ruptura que significaba el concepto leninista del partido. Este lastre
idealista no será inocente en la subestimación por parte de Lenin del problema
burocrático, que recién va a comenzar a advertir en sus últimos meses de vida,
cuando se vuelve crecientemente sensible a los “peligros profesionales del
poder” mientras observaba la emergencia a su alrededor del vasto fenómeno
burocrático que conoceríamos como estalinismo.
La ruptura de Lenin: el partido-vanguardia
Hacer un
balance serio y recuperar críticamente el legado teórico de Lenin supone partir
de una fuerte delimitación respecto de las corrientes mayoritarias en la
izquierda revolucionaria que, considerándose herederas directas del
bolchevismo, redujeron la rica y multifacética obra teórica y práctica del
revolucionario ruso a la fórmula del hiper-centralismo y el monolitismo
organizativo. Para estas concepciones, al igual que para los anti-leninistas
tout cour, la imagen construida de Lenin es la de quien, al estilo blanquista,
propone una organización política alejada de las masas a las que pretende
dirigir. “Un grupo de especialistas profesionales colocados ‘afuera’ del
movimiento de masas real, unido por una completa coherencia de doctrina,
homogénea en sus procedimientos, absolutamente centralizado en sus acciones,
que procede de manera conspirativa y que se ha venido arrogando la propiedad
indiscutida de los intereses históricos de la clase trabajadora”[12].
¿Cuál es el núcleo de ruptura que aporta Lenin a la
teoría socialista del partido? En la famosa discusión con Martov sobre los
estatutos[13], que divide a bolcheviques y mencheviques, “Lenin está llevando a
fondo, y por primera vez de manera explícita, su ruptura con la concepción del
«partido-clase» (esto es, partido de toda la clase), presente hasta el momento
en toda la literatura marxista”[14]. Para Lenin únicamente deben ser miembros
del partido los obreros más conscientes, junto a la intelectualidad socialista
proveniente de la pequeña burguesía. La clase puede despojarse de su
subordinación a la burguesía, puede convertirse en sujeto, sólo a través de la
mediación del partido. Éste no debe limitarse a acompañar y esclarecer la
experiencia de las masas, sino que debe anteponerse a esa experiencia: poseer
un análisis general de la coyuntura y la situación relativa de los distintos
conflictos particulares, llevar una evaluación permanente de las correlaciones
de fuerza, agitar consignas adecuadas a un determinado momento político y ser
capaz de señalar el rumbo a tomar. “La idea es la de un partido estratega, un
partido que organiza las luchas proponiendo sus objetivos y que puede, por otra
parte, organizar y limitar las derrotas, preparando la retirada cuando fuera
necesario”[15].
Si el partido-clase acompaña y esclarece la
experiencia de las masas, el partido-estratega combate los elementos burgueses,
reformistas y conservadores arraigados en la propia clase obrera, a los fines
de articular una estrategia de confrontación directa con el poder. Esta
concepción de la política y el partido por parte de Lenin supone el
reconocimiento del carácter inevitablemente heterogéneo de la clase obrera. En
contraste con la influencia romántica del marxismo donde se piensa lo social
como una unidad sólo temporalmente desgarrada, desde el momento en que se
afirma que partido y clase no se confunden emerge el terreno de lo
político, cuya mediación se vuelve ahora un paso obligado. Pero, por esto
mismo, engendra nuevos peligros, consustanciales a la delicada cuestión de la
organización política “externa”.
El planteo de Lenin en el ¿Qué hacer? parte del
supuesto, simétricamente contrario al paradigma del partido-clase, de que la
clase obrera es incapaz de alcanzar espontáneamente conocimiento cabal de su
situación real, elevarse hacia el plano político y tomar conciencia de sus
tareas históricas. En su combate contra la dominación del capital, por muy
contundentes que sean sus enfrentamientos, el obrero está incapacitado para
rebasar justamente la conciencia dominante, que lo ubica como un vendedor de
esa mercancía muy especial que es su fuerza de trabajo y lo ciñe, por tanto, a
los límites del nivel de conciencia tradeunionista o economicista. Así, la
tarea del partido consiste en una operación externa de sustracción de la
influencia de la ideología burguesa sobre la clase obrera. La conciencia “de
clase” en sentido estricto, el punto de vista revolucionario a la altura de su
rol histórico, ha de ser indefectiblemente aportada por el influjo de la
ciencia marxista, lejos de la fábrica y al margen de los sindicatos, separada
de los ámbitos de sociabilidad inmediatos del proletariado y encarnada por el
partido.
El concepto de la “introducción de la conciencia
socialista desde el exterior” a las luchas obreras tiene su antecedente directo
en el pensamiento de Kautsky y, todavía antes, en los “conspiradores” que
Marx critica por su secretismo sectario. Lenin utiliza esta concepción para
apuntalar la novedad de un partido de combate que debe tomar en sus manos la
tarea de preparar la revolución, descartadas las expectativas de que el curso
natural de las cosas se oriente en esa dirección. Lenin en el ¿Qué hacer? sólo
puede fundar este nuevo desafío a condición de despojarse de la ilusión de una
clase obrera esencialmente revolucionaria, pero funda su necesidad en un nuevo
esencialismo: el de una clase obrera naturalmente incapaz de superar por si
misma el plano reivindicativo. La externalidad, como momento irreductiblemente
político, que se separa de la inercia de las cosas para actuar sobre ella y
darle forma, asume por tanto en 1902 las características de un Iluminismo
jacobino en base a la intelligentsia socialista, de militantes profesionales
del partido, erigido como epicentro de la auténtica actividad revolucionaria.
Por el contrario, como muestran distintas
experiencias históricas concretas de la clase trabajadora, en momentos de alta
conflictividad, ésta es capaz de alcanzar niveles de politización que superan
largamente el nivel tradeunionista. Una amplia variedad de movimientos,
surgidos directamente del seno de la clase trabajadora, demostraron tener un
carácter superior al economicista, como fueron las jornadas de junio de 1848,
la comuna de París, las revoluciones de 1905 y febrero de 1917, las de las
repúblicas húngara y bávara de los soviets en 1918 y 1919[16]. Lenin mismo
reconocería que estos fenómenos desmentían su distinción concluyente. En rigor,
tal como el mismo Lenin reclama que se entienda su folleto, las tesis del ¿Qué
hacer?, lejos de postular un modelo general de partido universalmente válido,
responden a urgencias de una coyuntura atravesada por fuertes debates con
tendencias espontaneistas del POSDR y en un contexto marcado por la
clandestinidad.
Varios autores – como Norman Geras, Daniel Bensaid,
Slavoj Zizek o, en nuestro medio, Rolando Astarita[17] – han intentado rescatar
el desplazamiento, imperceptible para el propio Lenin, que su planteo realiza
frente a la posición estrictamente positivista e intelectualista de Kautsky.
Mientras este último entiende la conciencia política como “exterior a la lucha
de clases” como tal, Lenin está refiriéndose a la conciencia socialista
exterior “a la lucha económica de la clase”. Mientras que Kautsky establece efectivamente
el asiento preferencial en los cerebros de los intelectuales pequeño burgueses
que tienen la función de ilustrar a las masas inconscientes, el escrito de
Lenin se refiere a la conciencia política elaborada por un partido obrero (del
cual son miembros intelectuales socialistas burgueses, así como trabajadores
que, en tanto militantes de partido, cumplen una función intelectual). Este
señalamiento semántico es correcto, pero no alcanza para desmentir la tendencia
sustituista y excesivamente partido-céntrica del concepto de “introducción
desde afuera de la conciencia socialista”.
A más de un siglo de la redacción de este documento
de polémica, no es difícil, ni significa un gran hallazgo teórico, criticar
ciertas fórmulas toscas allí elaboradas. Sin embargo, el ¿Qué hacer? no deja de
plantear – con sus elementales recursos a la mano y recurriendo a la autoridad
del teórico marxista más reconocido de su época – un tema que sobrevive a la
inflexión jacobina del texto y que plantea un corte definitivo en la teoría
marxista del partido: la cuestión de la externalidad. La organización política
de los trabajadores siempre es externa al ser social, pero no como portadora
iluminada del conocimiento científico que ellos no pueden alcanzar por sí
mismos, sino en el sentido de que no le es natural. La organización política es
necesariamente un medio artificial, en el sentido estricto de la palabra,
exterior a los ámbitos de sociabilidad natural de la clase trabajadora. Es una
construcción de la que se dotan sectores siempre parciales de las clases
populares. En este sentido, cualquier pretensión de “interioridad” del partido
a la clase o al movimiento social es una ilusión que disimula el fenómeno real
e impide actuar frente a los riesgos reales de esta exterioridad. De la misma
manera en que el plano político no puede ser absorbido plenamente en lo social,
las organizaciones de la clase guardan siempre su carácter de opacidad y
refracción respecto del ser social inmediato del conjunto de los trabajadores,
primordialmente porque se fundan como resistencia a la inercia hegemónica de la
ideología burguesa.
Que lo político no sea continuidad homogénea de lo
social nos enfrenta a una dificultad real e irreductible que se mostró en toda
su crudeza en las experiencias burocráticas del siglo pasado: la representación
de unos por otros pierde armonía y se expone a los riesgos del burocratismo y
el verticalismo autoritario. Las concepciones del partido como representante
inequívoco de la clase trabajadora, depositario de la ciencia marxista y Sujeto
Absoluto de la emancipación social, son los términos de la degeneración
burocrática que conocimos como estalinismo. Si bien resultaría equivocado
identificar la revolución bolchevique con su contra-revolución burocrática, no
podemos desconocer que algunos de los dispositivos organizativos y de las
decisiones tomadas en situación de “emergencia” por los bolcheviques tuvieron
continuidad y facilitaron la concepción autoritaria y policial del partido del
estalinismo. Lejos de cualquier idealización de la experiencia bolchevique, no
podemos desconocer momentos burocráticos y sectarios en la profusa obra
teórico-práctica de Lenin que, hipostasiada ésta y unilateralizados aquellos,
han dado lugar a una concepción de la organización política que es un obstáculo
mayor para las actuales experiencias emancipatorias.
La experiencia rusa y el partido orgánico
La
interpretación que hace el leninismo “oficial” de la revolución rusa y del
papel dirigente de Lenin refiere a la aplicación escrupulosa de las fórmulas
centralistas del ¿Qué hacer? por parte de los bolcheviques, quienes, por la
corrección de su programa y la disciplina de su metodología, pudieron pasar en
cuestión de meses de ser una “insignificante minoría” a encabezar la primera
revolución obrera triunfante. Sin embargo, la historia de la
socialdemocracia rusa, la ruptura bolchevique y la insurrección de octubre poco
tienen que ver con esta imagen simplificada, hecha a la medida del sectarismo
de la izquierda tradicional.
La extendida pertenencia de la corriente bolchevique
al Partido Obrero Socialdemócrata Ruso no es un hecho que pueda menospreciarse
como efecto de un déficit o error convenientemente corregido. Su convergencia
en la organización más representativa de las masas trabajadoras fue, por el
contrario, la condición de su inserción en la vida política del proletariado,
habilitada precisamente por la heterogeneidad ideológica, la incesante
proliferación de debates y la conformación permanente de tendencias internas
que caracterizaron a la socialdemocracia rusa. Sin esa convivencia perseverante
y sin esa imbricación con la pluralidad de elementos existentes al interior del
partido de la clase trabajadora no sería posible concebir su carnadura en las
masas rusas. Ninguna corrección programática ni política de delimitación
habrían valido como sustituto de ese arraigo en la cultura popular que, aun
tras periodos de incidencia minoritaria, le permitió ganar la confianza de las
mayorías y terminar erigiéndose en dirección del proceso revolucionario.
Es pertinente el concepto de partido orgánico que
algunos autores utilizan para describir la trayectoria del bolchevismo, desde
ala izquierda del POSDR a partido independiente que encabeza la insurrección y
conquista la mayoría en los soviets[18]. Permite visibilizar la diferencia
sustancial entre un núcleo militante con vocación abstracta de conducción de un
proceso revolucionario pero recortado del movimiento social real, y un partido
o tendencia que parte de tradiciones arraigadas en los sectores subalternos
para construir una hegemonía revolucionaria. El concepto de partido orgánico
recupera un aspecto decisivo que el planteo del partido-clase originalmente
proponía, pese a sus limitaciones teóricas. La organización política, aunque no
puede dejar de ser una organización particular y, por tanto, con su grado de
“externalidad” respecto de la vida social, debe lograr un alto nivel de
conexión con las tradiciones, la cultura, la sensibilidad, el estilo de vida y
las aspiraciones de las clases subalternas de modo que el hiato irreductible
entre lo social y lo político no se convierta en un abismo. La “continuidad”
entre lo social y lo político, así, se vuelve una aspiración de cara a la
conquista de las masas.
No puede soslayarse el hecho de que los esfuerzos
argumentativos leninistas a favor del centralismo y la homogeneidad partidaria,
correctos en numerosas ocasiones, se daban en un contexto diametralmente
inverso, con el objeto de “enderezar la vara” en una cultura política
caracterizada por un amplio pluralismo político y un excesivo federalismo
organizativo. El partido bolchevique, muy lejos de la imagen convencional de
una organización íntegramente compacta, en sus momentos de cierta masividad
nunca fue más que una red de células militantes, con muchos márgenes de
autonomía, y poca comunicación horizontal y vertical. En muchos
casos, los círculos de bolcheviques y mencheviques se mantenían unificados, o
con muchísimo intercambio y convivencia militante, aún después de la ruptura de
la socialdemocracia. Si el “centralista” partido bolchevique admitía en los
hechos tamaña promiscuidad organizativa, la socialdemocracia apenas
representaba un vago movimiento político. Estas concepciones, protagonizadas
por quienes son considerados los fundadores del monolitismo partidario, se
encuentran muy alejadas de las formas organizativas y la cultura política de
nuestra época. De hecho, se encuentran más cerca del “movimientismo” de Marx y
los orígenes de las organizaciones obreras que del encierro sectario y el
centralismo burocrático característico de buena parte de la izquierda
tradicional.
La búsqueda organizativa de nuestro siglo
Una teoría de
la organización se halla íntimamente vinculada con una hipótesis estratégica
sobre la revolución y no puede ser abstraída de ella. El partido-vanguardia de
Lenin, así como el partido-clase de Marx y la socialdemocracia europea, se
enmarcan en hipótesis estratégicas disímiles. Para la socialdemocracia, la
lucha anticapitalista se basaba en un desarrollo social y político gradual,
donde el partido se concentra en desarrollar tareas culturales, educativas e
ideológicas en la clase trabajadora, al calor de la conquista de reformas
sociales, con la aspiración de que el capitalismo terminaría por caer como
fruto maduro luego de un extendido proceso histórico. En una época donde los
mecanismos de integración de la clase trabajadora al sistema social apenas
estaban comenzando, esta estrategia dio lugar a inmensas construcciones
culturales y sociales por parte del movimiento obrero. La socialdemocracia
alemana y el laborismo inglés son las mayores expresiones de esta “sociedad
dentro de la sociedad” que significó el socialismo europeo a comienzos del
siglo XX. La vida del trabajador se desarrollaba casi completamente en
ámbitos de distinto tipo pertenecientes o vinculados al partido (el sindicato,
la biblioteca, la cooperativa, la casa de cultura, el club, etc.), dando lugar
a un riquísimo espacio público de la clase trabajadora. La traición
social-demócrata ante la “gran guerra”, en el marco de una estrategia
gradualista, reformista y progresivamente conservadora, suele obliterar la
mirada sobre el fenómeno global más significativo. La experiencia de 1917-1921
– con procesos revolucionarios atravesando a la mitad de Europa, protagonizados
por fracciones revolucionarias que rompían con el reformismo de la
socialdemocracia para embarcarse en una estrategia de enfrentamiento directo
con el Estado – resultaría impensable sin el precedente de aquel inmenso y
largo trabajo cultural (de hegemonía política y moral, diría Gramsci). Este
trabajo previo, protagonizado por el socialismo europeo, requirió de otras
formas organizativas, más laxas, más abiertas, que las propias del
enfrentamiento directo con el Estado, que después se generalizarían y podrían
demostrar también su eficacia. Aún en sociedades con un escaso desarrollo de
las instituciones de la sociedad civil, no puede dimensionarse la efectividad
de las estrategias de enfrentamiento y de los partidos de combate sin reconocer
las décadas de construcción social y política que la socialdemocracia venía
desenvolviendo desde el siglo XIX.
Una cuestión de método es importante para captar el
fenómeno global que estamos queriendo señalar. Cuando se identifica el valor de
cierta intervención (por ejemplo los esfuerzos por “enderezar la vara” de Lenin
contra el excesivo federalismo y movimientismo ruso) haciendo abstracción de
las características del medio social de su aplicación, se comete el error de
perder la esencia misma del gesto en cuestión. Cuando se reivindica el duro
centralismo que pregona Lenin, ignorando que su contexto de aplicación era el
de un amplísimo pluralismo ideológico, se pierde la razón de ser y la eficacia
de dicho centralismo. Lo mismo puede afirmarse en relación al
partido-vanguardia, del cual sólo puede estimarse cabalmente su valor y
eficacia como dispositivo organizativo si se lo integra al cuadro del ambiente
social y cultural construido por la social-democracia. Para utilizar una
metáfora hegeliana, el centralismo leninista es una unidad que “contiene” la
inmensa multiplicidad previa del pluralismo ideológico y organizativo, una
unidad que “supera y conserva” la diferencia. En cambio, cuando se aplica el
férreo centralismo “en el vacío” sólo nos queda la unidad indiferenciada,
monolítica. Esta unidad monolítica abstracta, que hoy es mayoritaria en el
amplio espectro de la izquierda revolucionaria, es en rigor invención del
estalinismo (con el antecedente de los excesos centralistas de Lenin, como las
21 condiciones de ingreso a la Comintern).
El partido-monolítico era para ese entonces
absolutamente extraño a las tradiciones organizativas del socialismo, donde
estaba naturalizada la existencia de tendencias, la intensa vida interna y las
múltiples influencias ideológicas. Comparemos la rica producción teórica del
movimiento socialista de principios de siglo (desde Karl Koch y Pannekoek al
mismo Lenin o Trotsky, del austro-marxismo al debate Berstein-Kautsky, desde
Rosa Luxemburgo a Hilferding, de Plejanov a Bogdanov), contra el silencio de la
ortodoxia que recorrió el marxismo hasta entrados los años ’60. Como los
camellos en el Corán según Borges, a nadie se le ocurrió teorizar lo que era el
hábitat natural del movimiento socialista, el pluralismo, el debate ideológico,
la heterogeneidad organizativa. Luego, cuando el prestigio de Lenin y la
revolución de Octubre, se hipostasió en sus fórmulas ultra-centralistas y,
mucho peor, se lo pasó por la traducción que el estalinismo hizo de él, se
consumó la defunción de toda una cultura democrática característica de los
movimientos anti-capitalistas hasta ese momento.
Cuando se quiso replicar el centralismo bolchevique,
desconociendo sus condiciones históricas de posibilidad, se reprodujeron
esqueletos sin carne, artificios organizativos aislados de las masas y con
fuertes tendencias burocráticas. El centralismo leninista es un proceso
orgánico, no administrativo[19]. No puede decretarse sino que debe
conquistarse. Y el proceso de adquisición es un trayecto complejo y multifacético,
imposible de reducir a la lógica de evolución lineal del mini-partido. El
“movimientismo” de cierto periodo puede ser la condición del centralismo del
siguiente. O mejor, más que precederlo, puede ser su complemento permanente. La
articulación de un momento unitario, de centralización y homogeneidad
ideológica, junto a la construcción de movimientos de masas amplios, tiene una
larga trayectoria en la tradición organizativa de las clases subalternas.
Además de la historia de la social-democracia de principios de siglo y sus alas
revolucionarias, podemos pensar al mismo Partido Bolchevique y su intensa vida
interna, al caso del POUM español, o incluso a la breve experiencia del FAS
argentino como ejemplos de articulación virtuosa de un momento centralista y
otro “movimientista”. En la actualidad los partidos anticapitalistas amplios de
la izquierda radical europea recuperan parte de esta tradición organizativa. Y
en nuestro país, los variados procesos de estructuración de organizaciones
sociales en diversas formas de corrientes políticas también expresan
parcialmente una lógica similar.
En cierto modo, todavía estamos bajo la égida de los
debates programáticos de la Internacional comunista en sus III y IV congresos
cuando, tras el fracaso del Levantamiento Espartaquista en Alemania, se
identificó una insuficiencia estratégica fundamental de cara a la nueva
situación mundial y a las características de las sociedades desarrolladas.
Lenin se enfrentaba al fracaso de la revolución en Europa con poderosas intuiciones,
dimensionando la complejidad de las sociedades occidentales, las fuertes
identidades de sus clases trabajadoras, sus mecanismos de integración, su
resistencia a una confrontación rápida “a la rusa”. Nuestro pensamiento
estratégico debe comenzar por retomar los conceptos fundamentales que surgen
del balance realizado al calor de esa derrota de alcance histórico: las tesis
del “frente único” y la hegemonía, el “ir a las masas” y la táctica del
“gobierno obrero”[20]. Este nuevo punto de partida estratégico – que entrevió
Lenin y Gramsci profundizó genialmente en sus Cuadernos de la cárcel – fue
abortado primero por el izquierdismo del VI congreso y su consigna “clase
contra clase” e, inmediatamente después, por la estrategia de los frentes
populares.
La “conquista de la mayoría” en nuestras sociedades
es inseparable de un largo proceso de construcción de una nueva hegemonía. No
podemos prever una identificación extendida de las masas con un proyecto de
cambio radical sino en la medida en que tiendan a sentirlo como efectivamente
posible y no sólo como racionalmente pensable. Y esto será viable en tanto los
sectores populares, en alguna medida, se hayan adelantado al cambio y
experimenten los “prototipos” de una nueva sociedad. El partido, los movimientos,
las reformas sociales conquistadas, las organizaciones gremiales, la cultura
popular, deben estar atravesados – aunque parcial y contradictoriamente – por
elementos de la sociedad futura, como una alternativa presente en la sociedad
burguesa. Para esta construcción contra-hegemónica, “la organización es la
instancia transitoria que permite su realización inacabada y que es pues,
también aquí, una «prefiguración» de la sociedad socialista y de la
revolución”[21].
A diferencia del pasaje del feudalismo al capitalismo,
donde la burguesía pudo desarrollar su poder económico en paralelo a la
sociedad feudal, la transición al socialismo no puede gozar de esa ventaja. Las
limitaciones estructurales que impone el capitalismo a la expectativa de
construir una sociedad comunista en su propio seno, ya fueron señaladas por
Marx en su famosa discusión con los cooperativistas. Esto da lugar al dilema
fundamental de la lucha anticapitalista, el carácter constitutivamente inmaduro
de la transición al socialismo en base a la asimetría fundamental entre la
dimensión “política” de la revolución y la profundidad de las aspiraciones
sociales, culturales y subjetivas de la transformación. Sólo una inmensa
construcción social y cultural previa a la revolución política permite que el
“peligroso salto” que significa la ruptura revolucionaria no sea nuevamente
ocasión para la conformación de una casta burocrática que crezca en base a las
limitaciones subjetivas y organizativas de las clases subalternas, en los
intersticios que deja la inmadurez de todo proceso de transición al socialismo.
La guerra de posiciones en el ámbito social es una condición necesaria para la
conquista del poder político y el inicio de una transición factible al
socialismo.
Una estrategia socialista no puede ser otra cosa
que, simultáneamente, estrategia de desgaste y de enfrentamiento. Despojada de
sus ingenuas connotaciones espontaneístas, debemos entonces recuperar y
actualizar las mejores intuiciones de la concepción del partido-clase: la
apertura y ductilidad organizativa, el fomento de instancias de
auto-organización, el enraizamiento en las tradiciones e identidades culturales
de los sectores subalternos. La posición del viejo Marx nunca hubiera sido, en
nombre del centralismo, simplemente denunciar como centristas o reformistas a
los nuevos movimientos que surgen acarreando sus confusiones y contradicciones,
al tiempo que sus propias preguntas e innovaciones. Una articulación
“movimientista” de corrientes del marxismo revolucionario, junto a
movimientos sociales y las nuevas camadas de activistas combativos, es
fundamental para encarar un proceso de recomposición organizativa de las clases
subalternas. A su vez, un concepto de la organización política como estratega y
vanguardia, lejos de todo jacobinismo, es indispensable para enfrentar al
Estado capitalista, resistir las presiones reformistas y oportunistas propias
de la sociedad burguesa, y articular una estrategia y un programa global.
Estableciendo énfasis diferentes y con sus
correspondientes limitaciones teóricas, tanto Marx como Lenin parecían ser
sensibles a esta pluralidad organizativa de la clase trabajadora. Marx funda la
concepción del partido-clase, pero, a su vez, considera necesario la
organización diferenciada de los comunistas como destacamento político de
avanzada, tal como queda señalado en las últimas páginas del Manifiesto. Para
Lenin – como señala Astarita – “la clave de la organización es un partido de
revolucionarios rodeado de un amplio «movimiento obrero socialdemócrata». No se
trataba de una «suma de conspiradores», como decían sus críticos, sino de crear
organizaciones «del» partido del más diverso tipo, hasta las más amplias:
círculos de lectores, círculos de actividad sindical, sindicatos dirigidos o
influidos por el partido”[22].
Despojados de sus fundamentos espontaneístas, por un
lado, y preparados frente a los riesgos sustituistas, por otro, las “dos almas”
de la teoría marxista de la organización suavizan su oposición para
manifestarse como momentos internos del amplio y multifacético proceso de
construcción organizativa que requieren las condiciones actuales. En sociedades
crecientemente complejas – con una extendida institucionalidad inmersa en la
sociedad civil, con múltiples puntos de conflicto y contradicciones que no se reducen
automáticamente a la “cuestión obrera” – el complemento entre una
multiplicidad de formas organizativas resulta palmariamente necesario. En la
articulación inteligente entre la apertura organizativa y la homogeneidad
política se juegan las posibilidades de avanzar en la construcción de un nuevo
bloque histórico emancipatorio. Estas son las coordenadas fundamentales que
estructuran el terreno desde el cual pueden emerger las formas organizativas
para las revoluciones de este siglo. Nuevamente retomamos las intuiciones de
Marx y Lenin para, subidos a los hombros de gigantes, convertirnos en
contemporáneos de nuestro tiempo.
Notas
[1] Ver Freeman, J., “La tiranía de la falta de estructuras” en El
Rodaballo, n° 15, Bs. As., 2004
[2] Existe en Marx, es cierto, una concepción embrionaria de lo
político que late, sobre todo, en sus textos históricos. Podríamos decir que
Marx entrevió a la lucha política como “guerras y revoluciones”, como
intervención intempestiva de las fuerzas sociales en el plano político,
alterando el funcionamiento normal e “inmanente” de la sociedad. Podríamos
decir, en lenguaje contemporáneo, que se acercaba a entender a la lucha
política como “acontecimiento”. (Ver al respecto la entrevista a Bensaid,
“Actualidad del marxismo”, en este mismo número.) Sin embargo, esto no
desmiente la ausencia en la obra de Marx y Engels de un análisis de la
autonomía irreductible del campo político y sobre las posibles formas
institucionales y políticas de un tentativo Estado de transición (más allá de
las referencias genéricas a la Comuna de París, en algunos casos, o a la
“república democrática”, en otros, como la forma política de la “dictadura del
proletariado”). Todas estas cuestiones resultaban oscurecidas por el mito de la
extinción del Estado y la desaparición de la política que Marx y Engels nunca
abandonan.
[3] Marx, K., Manuscritos económico-filosóficos de 1844, Colihue,
Bs.As., 2006, p. 111
[4] Dotti, J., Dialéctica y derecho, Hachette, Bs. As., 1985, p.
247
[5] Rossanda, R., “De Marx a Marx: clase y partido” en Teoría marxista
del partido político/3, Cuadernos de Pasado y Presente, Siglo XXI, Bs. As.,
1973, p. 5.
[6] Kautsky, K., El camino del poder, Ed. Grijalbo, México D.F.,
1968, p. 65.
[7] Fay, V., “Del partido como instrumento de lucha por el poder al
partido como prefiguración de una sociedad socialista” en Teoría marxista del
partido político/3, Cuadernos de Pasado y Presente, Siglo XXI, Bs. As., 1973,
p. 34.
[8] Il Manifiesto/Jean Paul Sartre., “Masas, espontaneidad, partido”
en Teoría marxista del partido político/3, Cuadernos de Pasado y Presente,
Siglo XXI, Bs. As., 1973, p. 28.
[9] Draper, H., “El mito del “concepto de partido” de Lenin. Qué
hicieron con el ¿Qué hacer?”, en Revista Herramienta, n° 11, Bs. As., 1999.
[10] Draper, H. “Hacia un nuevo comienzo… por otro camino”, en Marxist
Internet Archive, 2001. En su justa crítica a la forma-secta y el mini-partido
Draper saca conclusiones desmedidas, al reducir la organización política a
tareas de propaganda y descartando que las definiciones programáticas
justifiquen delimitaciones orgánicas. El afán de superar todo rasgo sectario lo
conduce a una solución terminante, muy similar al planteo de Marx, donde la
delimitación ideológica sólo justicia centros de propaganda y no también
organizaciones para la intervención política.
[11] Ver Daniel Bensaïd & Alain Nair, “El problema de la
organización. Lenin y Rosa Luxemburgo”, en Teoría Marxista del
Partido Político (Problemas de Organización), Cuadernos de Pasado y Presente,
Siglo XXI, Bs. As., 1975.
[12] Sanmartino, J., “Pasado y presente de la teoría socialista
de partido”, en Revista Corriente Praxis, Número especial, Buenos Aires,
octubre 2005, pág. 12.
[13]El debate sobre los estatutos del partido en el II congreso del
POSDR que enfrentó a Lenin con Martov, consistía en definir quiénes eran
considerado miembros del partido: todos los adherentes al programa
socialdemócrata (Martov) o quienes formaban parte disciplinadamente de alguna
de sus organizaciones (Lenin). En Un paso adelante, dos pasos atrás (Ediciones
en lenguas extranjeras, Pekín, 1977, p. 91), Lenin se detiene nuevamente en la
fórmula de Martov, que dice “nuestro partido es el intérprete consciente de un
proceso inconsciente”, y concluye : “esto está bien porque es un error querer
que cada huelguista pueda titularse miembro del partido; puesto que si cada
huelga no fuera la expresión simple y espontánea de un poderoso instinto de
clase, sino la expresión consciente del proceso que lleva a la revolución social.,
entonces nuestro partido se identifica inmediatamente de un solo golpe, con
toda la clase obrera, y en consecuencia terminaría de un solo golpe con toda la
sociedad burguesa”. Citado en Daniel Bensaïd & Alain Nair, “El problema de
la organización. Lenin y Rosa Luxemburgo”, en Teoría Marxista del
Partido Político (Problemas de Organización), Cuadernos de Pasado y Presente,
Siglo XXI, Bs. As., 1975.
[14] Garmendia, O. (seudónimo de Rolando Astarita), “La importancia de
la teoría leninista del partido”, en Debate marxista, n° 7, Bs.As., 1996, p. 10
[15] Bensaid, D., Estrategia y partido: un curso de formación,
disponible en http://danielbensaid.org/Estrategia-y-partido?lang=fr.
[16] Ver Víctor Fay, “Del partido como instrumento de lucha por el
poder al partido como prefiguración de una sociedad socialista”, en Teoría
marxista del partido político / 3, Cuadernos de Pasado y Presente N° 38.
[17] Ver Geras, N., “Lenin, Trotsky y el partido” en Masas, partido y
dirección, Fontamara, Barcelona, 1980. Bensaid, D., Strategie et Partie, La
Bréche, Montreuil-sous-Bois, 1987. Zizek, S., A propósito de Lenin,
Atuel, Buenos Aires, 2004. Garmendia, O. (seudónimo de Rolando Astarita),
“La importancia de la teoría leninista del partido”, en Debate marxista, n° 7,
Bs.As., 1996.
[18] Ver Sanmartino, J., “Pasado y presente de la teoría socialista de
partido”, en Revista Corriente Praxis, Número especial, Buenos Aires, octubre
2005, pág. 20.
[19] El mismo Lenin afirmaba, en este sentido: “El bolchevismo existe
como corriente del pensamiento político y como partido político desde 1903.
Sólo la historia del bolchevismo en todo el periodo de su existencia puede
explicar de un modo satisfactorio por qué él pudo forjar y mantener, en las
condiciones más difíciles, la férrea disciplina necesaria para la victoria del
proletariado”. Lenin, V.I.: “El izquierdismo, enfermedad infantil del
comunismo” en Obras escogidas, Editorial Progreso, Moscú, 1961, vol. 1, pp.
353-354.
[20] La táctica del “gobierno obrero” es una fórmula adoptada por la
Internacional Comunista que se aplicó frente a los gobiernos de Sajonia y
Turingia dominados por sectores reformistas de izquierda. La táctica consistía
en habilitar la participación de los revolucionarios en gobiernos
parlamentarios encabezados por corrientes obreras reformistas, en condiciones
de aguda crisis social y política pero donde las instituciones burguesas no
habían sido destruidas. La IC entendía esta política como la posibilidad
de establecer un gobierno “intermedio”, que facilitara el desarrollo político
de los trabajadores, quebrara la resistencia de la burguesía y sedimentara las
condiciones para una ruptura definitiva con el estado burgués. No se trataría
de la “dictadura del proletariado”, pero tampoco de un funcionamiento normal de
las instituciones “democrático liberales”. Para una posible actualización de la
“táctica del gobierno obrero” en las actuales condiciones sociales y políticas,
ver Bensaid, D., Sobre el retorno de la cuestión político-estratégica en:http://www.vientosur.info/articulosweb/noticia/index.php?x=1565.
[21] Castoriadis, C.: “Proletariado y organización II (frag.)”, en
Políticas de la memoria, n° 8/9, Bs. As., 2008/2009, pp. 92-93.
[22] Garmendia, O. (seudónimo de Rolando Astarita), “La importancia de
la teoría leninista del partido”, en Debate marxista, n° 7, Bs.As., 1996, p.
11.
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