Tenía doce años aquel
niño
vietnamita cuyo
nombre no sé
los mercenarios lo
capturaron junto a su padre
cuyo nombre no sé,
una mañana en los Grandes Altiplanos.
El Boina Verde miró
al muchacho flaco
sus ojos de cabra
herida y se convenció pronto
de que bastaba
amedrentarlo para hacerlo hablar.
Así el Boina Verde
dio una rápida orden:
y los mercenarios se
llevaron al padre tras la verde muralla
“ahora fuera,
muchacho, dinos dónde está el Frente
dinos dónde está el
Frente o matamos a tu padre”.
Delgado era el
muchacho, delgados sus ojos impávidos
delgada su voz cuando
repuso no.
“Un solo minuto,
muchacho -aulló el Boina Verde-
para decir dónde está
el Frente o hacer morir a tu padre”
y el pulso con el
reloj se acercó a su cara,
corría la manecilla
un paso tras otro.
“Ya basta, muchacho, faltan
diez segundo,
así que fuerza,
muchacho, dinos dónde está el Frente”.
despedazó con el último
paso el tiempo el cielo de los árboles
“maten al viejo”
-aulló el Boina Verde
tras la verde muralla
se oyeron los rápidos golpes.
El cielo y el bosque
quedaron en silencio entonces
y los mercenarios en
silencio, sólo el niño lloraba,
en silencio el Boina
Verde, sólo el niño
sentado en la tierra
lloraba
como lloran los niños
cuando muere su padre.
“Rayos -dijo un
mercenario al Boina Verde-
el muchacho no sabía
nada, hemos matado al viejo por nada”
así se fueron, los
mercenarios y el Boina Verde,
en cambio el muchacho
sabía. Todo lo sabía, del Frente,
las cuevas, las
pistas, los caminos, los nombres.
Y en aquel mismo
instante
inexorablemente
protegido por la coraza de su llanto
tierno niño cuyo
nombre no sé,
el Frente movía en
los Grandes Altiplanos su paso de tigre.
Eso lo ha escrito Ho
Thien, de la cuarta unidad de llanura,
lo oyó narrar a una
mujer en Dalat sobre los Altiplanos
sesenta días después
del año nuevo.
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